Museo Reina Sofía
La personalidad
La intuición puede ser una virtud que se nos regala al nacer, como otras capacidades innatas. Unos tienen más y otros menos, pero hasta los niños pueden dar muestras asombrosas de intuición. «Talento natural», se le llama. El máximo representante mítico de esa llamada «gramática parda» es Sancho Panza. En la actualidad, cuando pienso o divago sobre la personalidad, sobre cuál sea la verdadera entidad de la persona, recuerdo una discusión que tuve de adolescente con una amiguita muy guapa y muy avispada que, de pronto, me dijo: –«Yo quiero tener mi personalidad». Esto me causó un efecto extraño: –«Pero ¿es que no la tienes ya? Todo el mundo la tiene. También la tengo yo». –«¿Tú? ¡Qué va! Tú no tienes ninguna personalidad».
Aquello me dejó chafado y me obligó a pensar seriamente en si, en efecto, yo tenía o no una personalidad. Primeramente, respecto a mi amiguita –que se llamaba Mimí, como la protagonista de «la Boheme»– deduje que no era dicha personalidad lo que le preocupaba, sino el deseo de destacar y diferenciarse de los demás, ser sujeto de su interés. ¡La vanidosa! ¿Para eso quería la personalidad? ¿No le bastaba con ser monísima y tener un cerebro de mariposa? Pues, no. Esos atributos la avergonzaban. Y luego, me ofendía, diciendo que yo no tenía ninguna personalidad. Según ella. Así que terminé consolándome con la idea de que no tenemos otra personalidad que la que nos otorgan los demás. De nosotros mismos sabemos menos todavía. De lo que parecemos, de lo que quisiéramos parecer y «no somos en la realidad». Para mí, la personalidad que ostentan Zapatero y Rajoy, depende más de mi opción política –en la que puede, o no, manifestarse mi intuición– que de una profunda verdad sicológica, a la que llegaría con trabajo un analista profesional, en bata blanca y escrupulosamente despolitizado.
No tengo más que pensar en la idea que se hacen los públicos que celebran la personalidad de Pedro Almodóvar. Difiere por completo de la que tengo yo, y bien puedo afirmar que Pedro «no es así», sino infinitamente más complejo, hasta el punto de no saber él mismo, cuál es su personalidad real. –«Sólo sé que no sé nada de lo que puedo ser capaz», es lo que se dice a sí mismo el genio manchego.
En suma, que no somos dueños de nuestra personalidad. Si no lo son los hombres, tampoco son los pueblos, las naciones y los nacionalismos para los que, como mi amiguita Mimí, lo más importante es destacar. Pero en cualquier caso, tiene que ser por algo, sin duda por alguna virtud especial. Pero es que la locuela de Mimí no pensaba en virtud ninguna y lo que, en el fondo, ambicionaba era poseer suficientes señas de identidad, fueran del orden que fueran, aunque se tratara de la identidad subyugante de algunos delincuentes famosos. Hay políticos «a la violeta», que van alegremente saltando por el campo, recogiendo señas de identidad: –«Una margarita, otra margarita, otra margarita… ¡Coño! ¡Una seña de identidad!». Esto es bien posible, pero también es posible que dicha seña de identidad sea un cardo borriquero, que no tiene por dónde cogerse.
Y así, volvemos a lo mismo: Tanto si analizamos la entidad de un individuo cualquiera, como la de un pueblo, nos internamos en un laberinto desalentador. De las señas de identidad de España no podemos borrar la Inquisición, el imperialismo, «la guerra civil», incluso los toros… No impide que también sean buenas señas de identidad Cervantes, Velázquez, Calderón, Picasso, Cajal… Pero si las queremos todas, lo malo y/o bueno mezclados, dan un resultado híbrido y enigmático. No sabemos qué pensar de una personalidad identitaria, más conflictiva y dudosa que resuelta con éxito. Lo mismo los hombres que los pueblos. Si preguntamos a cualquiera. ¿Por qué razones se siente usted español? Oiremos tantos desatinos, tantas cosas que debieran deshonrar al sujeto, tanto capricho particular y subjetivo, que terminaremos sentenciando: Los españoles son tan locos, obcecados y fantasiosos, como el resto de la humanidad.
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