Historia

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Caza al fantasma

Con la caída de Ben Laden no sólo ha desaparecido de nuestro horizonte mediático el mayor icono, al menos, por ahora, del terrorismo fundamentalista. También se ha dado caza a un fantasma; se ha exorcizado una maldición que, sobre todo, atenazaba la autoestima de EEUU, un país que, hasta ahora, a pesar de todos los esfuerzos imaginables, se había visto impotente en su obsesivo plan de dar caza a un espectro.

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Su imagen, significativamente siempre borrosa o saturada, registrada a través de documentos gráficos de escasa calidad, así como su presencia, discontinua, imprevista, atemporal –¿estaba vivo o muerto?, ¿el comunicado era reciente o del pasado?–, acentuaban su función icónica del mal absoluto y, a través de ella, todas las hipótesis conspirativas posibles. Muchos incluso dudaban de su existencia o consideraban que era una ilusión creada por el propio Gobierno norteamericano para legitimar sus acciones bélicas: contra el mal absoluto todo podía valer.

¿Pero no era justo esta imagen espectral la que había proyectado intencionadamente el propio Ben Laden? Lo terrible de la angustia por él inaugurada estribaba precisamente en imponer un nuevo terrorismo ejercido en el trasfondo de una igualdad de poderes fundamental: cualquier parte, por mísera e insignificante que sea, podía amenazar y ejercer la fuerza de manera devastadora. ¿Se desarrollaba aquí, pues, una situación inmediatamente brutal, donde las fuerzas en liza se enfrentaban de modo directo, cara a cara? En absoluto, más bien un estado de guerra que tenía más en cuenta las representaciones simbólicas, las amenazas, los miedos… el uso espectacular de las imágenes. Nadie escapa al terror en el momento en el que la amenaza de jaque mate al rey puede provenir del peón más frágil.

En los intentos de dar explicación al fenómeno, Ben Laden rescató del archivo las provocativas tesis de Samuel P. Huntington en su libro «El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial». Polemizando explícitamente con las ideas de Fukuyama sobre el fin de la historia, este profesor de Ciencias Políticas de Harvard y ex asesor de la Casa Blanca advertía ya en 1996 de un nuevo peligro: en el nuevo mundo tras la Guerra Fría los conflictos más generalizados, importantes y peligrosos no serían ya los que se produjeran entre clases sociales, ricos o pobres u otros grupos definidos por criterios económicos o armamentísticos, sino los que afectaran a pueblos pertenecientes a diferentes entidades culturales y religiosas.

Por otra parte, los nuevos resurgimientos religiosos –sobre todo, del islam– no sólo se nutrían de las clases más desfavorecidas, sino también de colectivos de clase media o alta no exentos de buena formación (técnicos, profesiones liberales, médicos). Huntington llamaba a esto «la indigenización de segunda generación». Estos nuevos movimientos fundamentalistas no hacían ascos a la tecnología o a la industrialización, preferían utilizarla para sus fines.

Como buen «indígena de segunda generación», Ben Laden conocía a la perfección los resortes emocionales de las sociedades occidentales. Era consciente de que, en la actualidad, la tecnología de los medios de comunicación puede servir de perfecta caja de resonancia a cualquier acontecimiento provocado. El devastador y cruel ataque perpetrado contra los símbolos del World Trade Center y del Pentágono –así como la respuesta de la bandera norteamericana eclipsando a miles de cuerpos desmembrados– nos ha obligado, entre otras cosas, a reflexionar desde entonces sobre este nuevo sentido de los símbolos en la «guerra contra el terror». Salvando las distancias, durante estos días, la imagen del cuerpo del otrora fantasma Ben Laden en todos los informativos tendrá la misma función que la instantánea del World Trade Center en llamas: será un signo histórico.