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La Razón
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Resulta sorprendente, pese a todo, la aspereza con que una parte de la opinión pública y ciertos medios de comunicación –que no hace tantos años hubiesen tratado el asunto con distancia, incluso con respeto– se preparan estos días para recibir al Papa, dispuesto a presidir en Madrid la Jornada Mundial de la Juventud. El alboroto anticlerical que ha suscitado la visita de Benedicto XVI tiene gusto y resabios de antaño. Añejas inquinas, militancia anticuada, asuntos sin resolver de orden casi psicoanalítico con lo sagrado, un odio tan feroz hacia la Iglesia Católica que parece una emoción de orden familiar. Anticlericalismo popular; «rojo» (así se autodenominan muchos de quienes se sienten ofendidos por el acontecimiento); anticlericalismo que pretende ser ilustrado, como si Voltaire fuese a encabezar una de esas procesiones ateas que se han anunciado como reacción a la ceremonia católica. «Ese fanatismo compuesto de ignorancia y superstición que ha sido la enfermedad de casi todos los siglos», que diría el francés, parece vivir ahora mismo bajo el pecho de quienes se declaran contrarios hasta el enojo a la celebración de la JMJ 2011. «Que se va a gastar dinero público en un asunto que debería ser de orden particular, porque la religión es algo privado», exclaman a grito pelado los anti-Papa. La verdad es que el dinero público que se consumirá en el acto es una nadería. Y se antoja incluso menos si lo comparamos con otras celebraciones subvencionadas que tienen lugar en la capital, que se producen todos los años, y por las que nadie protesta pese a que afectan a una minoría de la población. Mucho será, sin embargo, el dinero que dejen los peregrinos en su empeño (incluso están alquilándoles pisos a precios abusivos). Alegan que la jerarquía católica está podrida, como si viviésemos en una época de esas en las que el abad se inflaba a beber vino, asar perdices y faisanes, tener hijos ilegítimos con su ama de llaves y construir palacios. Como si el Arcipreste de Hita oficiara las misas televisadas. Como si una oligarquía sacerdotal tuviese influencia política hoy día (no lo parece: basta con echar un vistazo a las leyes de los últimos dos gobiernos). Resulta sorprendente, pese a todo, tanta beligerancia anticatólica. Desde luego. Pero es tanta y tan rabiosa que corre el peligro de pasarse de rosca y dejar de ser efectiva como propaganda.