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Guiso de bacalao por José Luis Alvite
Creo que tenía once o doce años la tarde que en el comedor de casa me calé una visera verde con una estrella roja y me declaré independiente. Me sentía agobiado por la presión constante de mi madre para que hiciese los deberes del instituto, y por si fuera poco, a mediodía había servido un guiso de bacalao en la comida, que era algo que solía excitar mi tentación independentista. Era invierno y fallaba la estufa, así que con la cabeza bien fría tomé la firme decisión de plantarme frente al poder de mi madre y en un arranque de genio histórico cogí unos folios de mi padre y acuñé mi propia moneda con una efigie de Olivella, que era defensa central del F.C. Barcelona. Mi padre estaba trabajando en la redacción del periódico y mi madre había salido, así que estuve seguro de que nadie en aquel instante me pararía los pies en mi decidido avance hacia la heroica independencia en aquel ambiente frío, mientras al otro lado de la ventana ocurría España con su gente dócil, sus flacos perros de hule y su guiso de bacalao. Anocheció mientras escribía una declaración de independencia, llegó mi madre y me vio con aquella visera de Mao Tse Tung. «Si no te quitas eso de la cabeza –me dijo– te saldrá caspa». Eso fue cuanto dijo y se ausentó a la cocina. Pensé entonces que para ser un heroico amotinado necesitaría un enemigo que me lo pusiese difícil o me hiciese frente. Mi madre no estaba por la labor, había anochecido y la estufa seguía fallando. El frío me estaba poniendo difícil los fastos de la independencia. Mi madre me avisó a lo lejos: «Cuando decidas volver, tienes la cena sobre la mesa», me dijo con cierta rutina, como si recordase que también el maquis había sucumbido porque el orgullo puede menos que el hambre. No hará falta que siga. Sólo os diré que me encanta el guiso de bacalao…
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