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Guardiana de la libertad por Sabino Méndez
Durante el siglo veinte, marcado por nazismos y estalinismos, los países que consiguieron evitar de una manera más eficaz que los totalitarismos se infiltraran en sus sistemas políticos fueron Francia e Inglaterra, precisamente aquellos que tenían mejor regulada la propiedad privada. La propiedad, por tanto, resultó finalmente no sólo no ser un crimen, sino, además, ser guardiana de la libertad. Entre los diversos tipos de propiedad, la propiedad intelectual es probablemente una de las modalidades más nobles, éticas y depuradas. No se puede obtener por derecho de conquista, ni por prerrogativas históricas, sino que corresponde al autor por el solo hecho de la creación de su obra. Las leyes de propiedad intelectual no sólo protegen las obras literarias o artísticas sino también las creaciones científicas.
¿Suspiramos por que en nuestro país aparezcan los Steve Jobs o Bill Gates del futuro? Pues el único camino para lograrlo es reconocer adecuadamente la propiedad intelectual en nuestras leyes y en nuestro sistema educativo. Cuando existe un pago pequeño por parte de todos los clientes y de todas las empresas, reconociendo el valor cultural de un diseño, de un sistema creado por un emprendedor o de un método aplicable a cualquier faceta de nuestras vidas, estamos empezando a hablar en serio de civilización. Y, por supuesto, hablamos de generar empleo. Por usar el lenguaje de los economistas, démonos cuenta del nicho de mercado que existe para los productos culturales en el ámbito de la hispanidad y cuán poco explotado está. Un mercado potencial de quinientos millones de hispanohablantes que sólo puede ser gestionado de cara al futuro con la protección de la propiedad intelectual. ¿Vamos a venderlo por el plato de lentejas de la cómoda frivolidad de descargarnos una serie de TV burlando el pago? El producto interior bruto español es de aproximadamente unos cien mil millones de euros al año. Entre un cuatro y un seis por cien de ese producto lo generan nuestras industrias culturales; eso quiere decir entre cuatro y seis mil millones de euros. ¿Saben cuánto recibimos, por poner un ejemplo, los músicos de nuestras interpretaciones y derechos de autor? Unos doscientos millones anuales. Eso significa apenas un triste dos por mil del total. ¿Creen ustedes, honradamente, que en la proyección internacional de nuestro país la música ocupa sólo ese dos por mil? El retorno económico, por tanto, que tienen aquí los artistas de su trabajo y de su productividad (de su contribución al bien común, al fin y al cabo) es sencillamente ridículo.
No pasa lo mismo fuera. Fíjense en el pequeño logo que cuelga de las puertas de muchos pubs británicos: SBM. «Support British Music». Apoyad la música británica. Fuera de nuestras fronteras, se entiende la contribución de los autores a la mejora de los establecimientos de su país. Cuando cientos de empresas que mejoran se dan cuenta de que lo hacen gracias a los diseños, a los sistemas, a la música, al perfeccionamiento de materiales y de contenidos de iniciativas intelectuales individuales es (solamente entonces) cuando un pequeño país como Inglaterra, no mucho más grande que el nuestro, puede competir de tú a tú con un gigante como Estados Unidos. Porque la propiedad intelectual es ahí respetada como un valor cultural y se entiende que se trata de una fuente de riqueza.
Ha llegado el momento de ir a los colegios a explicarlo, de hacer pedagogía, de incluir esos conceptos en los sistemas educativos. Quizá porque quienes lo tenían que haber hecho todos estos años no lo hicieron. Empieza el metro cero de la propiedad intelectual en nuestro país. El debate ha sido bueno. No lo desaprovechemos.
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