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El victoriano sosegado por Alfonso Ussía

Jovencísimo se nos ha ido Jorge Berlanga. El gran talento victoriano de la España ponzoñosa. Ese gran señor del sosiego y la sonrisa con su talento a cuestas. Así lo define Francisco Umbral en su Diccionario de Literatura: «Jorge Berlanga. Hijo del cineasta Luis G. Berlanga, ha traducido a Bukowski y otros americanos muy difundidos.

La Razón
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Es un maestro de la crónica nocturna de Madrid, que publica en «Abc», siempre actual, urgente, barroco, y con un sentido de la vida y de la juventud entre lúdico y literariamente desesperado. Como traductor, le debemos a Bukowski, padre del realismo sucio americano. Berlanga y otros jóvenes traductores han sabido trasladar al castellano, sin perder casi nada, la fuerza, el desgarro, la gracia y la poesía espontánea, lacónica y purísima de Bukowski». Bien, de acuerdo con Umbral en el acierto de la traducción de Bukowski. Pero su dedo en la llaga lo apunta de soslayo. Jorge Berlanga, «el maestro de la crónica nocturna de Madrid».

Lo conocí y nos hicimos grandes amigos en «Abc». Fue de los primeros en dar el salto a LA RAZÓN. Jorge era un inglés victoriano perdido en el marasmo de la noche de Madrid. Más Wodehouse que Bukowski. Educado, con un sentido del humor a flor de piel, infinitamente sensible, captador de imágenes al momento, dotado de un talento más literario que cinematógrafico, que le venía de sangre y cuna. Admiraba a su padre sin límites, pero nunca fue el hijo de su padre. Él volaba por otros rumbos, buscaba esquinas y rincones para soñarse en el Hyde Park de un Londres victoriano y amable.

En sus crónicas huyó siempre del látigo. Le daba mucha pereza sacar el látigo. No lo quería para su piel y respetaba la piel de los demás. Salvando las distancias de los tiempos y los estilos, sus columnas podrían compararse con las del inolvidable, y también cinéfilo, Alfonso Sánchez en «Informaciones». «Mi compañero, y sin embargo amigo»… Jorge amaba con tal fuerza el humor británico que terminó pareciendo un inglés. Se apoyaba en las barras de los bares tradicionales con el desparpajo azul de los descreídos. Pero lo veía todo, y todo lo fotografiaba en su mente de privilegio. Se pudo convertir en el gran cronista de la noche de Madrid, pero estaba tan bien educado que renunció a serlo. Porque Jorge era lo contrario de la suplantación de su personalidad. Desdeñaba la gloria y adoraba al pequeño mundo de cada día. También Guareschi. Arrastraba una enfermedad malvada que nunca le doblegó la sonrisa. Cuando parecía que había vencido sobre ella, al menos por un tiempo, con la discreción de un victoriano, se devolvió al silencio.

Elegante distancia
Tiempos aquellos en «El Café de los artistas» a un cuarto de legua del «Abc» de Serrano. Tardes y noches inolvidables de palabras y abrazos. Jorge era, tan discreto él, el seductor de la palabra callada. Hoy lloramos su ausencia del mismo modo que ayer celebramos su vida. Buen camino, inglés de Somosaguas. Vientos dulces a tu espalda y mirada hacia las nubes. En ellas te hallarás, cuando menos te lo esperes, con los abrazos de tus admiraciones permanentes. Los de tu padre y Carlos. Y tú los recibirás a tu manera, al modo victoriano, con afable y elegante distancia.