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Londres

Chatterton el divino falsificador por Francisco NIEVA

Thomas Chatterton
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Fue para mí una suerte el temprano descubrimiento de grandes genios juveniles, como Rimbaud o Alfred Jarry. También entonces yo traspasaba mi adolescencia y el hallazgo de aquellos colegas me convenció del incomparable valor del astro juvenil. Y no fueron sólo Rimbaud y Jarry, también Raymond Radiguet, autor de «El diablo en el cuerpo», tan prematuramente muerto como los anteriores. Y tampoco fueron todos «modernos» los genios precoces que me infundieran esa entusiasta convicción de que «lo joven» es premonitorio de un salto cualitativo de la cultura. También estaba Larra, que comenzó e escribir «El duende satírico del día» a los 19 años. Es de lo más conmovedor que la muerte prematura o el suicidio les amenazara a todos ellos. Cuanto más pronto mueren, más geniales pueden resultar. Y en esto se lleva la palma Thomas Chatterton, pre-romántico asombro de la literatura inglesa. Éste significa el paradigma de todos ellos y constituyó para mí un amor a primera vista, un conmovedor flechazo visual. ¿Cómo y por qué fue así?

Pues fue a causa de un cuadro magnífico del prerrafaelita Henry Wallis, que se considera su obra maestra. Hay que ser un genio sobrenatural para que un siglo después de su muerte se convierta en leyenda, que sea motivo de un cuadro famoso, que dé pábulo a un relato de Hermann Melville, un drama de Alfred de Vigny y hasta una ópera del compositor Leoncavallo. Aquella tremenda, dramática y lírica pintura me sobrecogió. Chatterton, con 18 años, acaba de expirar, tendido en un modesto lecho, como una flor de juventud tronchada. Hermoso y muerto, ante una ventana entornada, por la que se siente entrar el aire en aquel macabro rincón. ¿Era tan grácil y bello como lo pintaron después, como lo imaginara Alfred de Vigny? La leyenda y gloria realizan definitivas operaciones de estética. Pero vamos a lo que importa: el niño huérfano era todo un caso. Aunque lo echaran del colegio a los cinco años por incapacidad, desde los ocho – según testimonio de su hermana– se pasaba los días enteros leyendo vorazmente cuantos libros caían en sus manos, sobre los más diferentes contenidos y especialidades, un caso asombroso de autodidactismo. Y entonces sucedió lo más curioso. En una iglesia de la región se vendieron al peso cantidad de manuscritos del siglo XV, buenos para hacer patrones de costura. El chico se amparó en muchos de ellos y se sintió captado por aquel lenguaje arcaico y aquella manera de contar los hechos, como un infantil Alonso Quijano por los libros de caballerías. La atmósfera, el sabor específico de un mundo antiguo que disparó su imaginación. Redactó cantidad de textos, falsificando papeles y caracteres, y se inventó un amanuense –un monje medieval llamado Thomas Rowley– que nunca existió, pero con raíces eruditas en la historia real. Tal maña se dio, que pasaron por auténticos durante casi un siglo, para sorpresa y admiración del mundo literario, que lo consagró como uno de los prerománticos más emblemático. Pero aún hay más. El genial muchacho se inventó «un mundo otro» y paralelo cuya resonancia e influencia estética llegó hasta Marcel Schwob y Jorge Luis Borges. ¡Tal ha sido su repercusión! Un tipo de relato cuya erudición histórica se mezcla con la imaginación fantástica. «Vidas imaginarias», de Schwob, o «Historia universal de la infamia» y otros, de Borges. Parece increíble esa universal repercusión de un joven genio que a los 18 años se suicidó en Londres después de mandarle a su familia un juego de té, en porcelana china, abanicos para su madre y su hermana y un paquete de tabaco para su abuela.Y aún es de advertir que su obra apócrifa casi no se publicó y primero fue conocido y apreciado por su obra original, en la que hay de todo –y de una extrema calidad– publicada en periódicos, revistas y folletos. El Chatterton completo terminó de formarse – como leyenda y como realidad– a finales del siglo XIX. Aquel lirio tronchado del romanticismo que nos presenta y fija para siempre el cuadro impresionante de Henry Wallis.