Exploración científica
Tomelloso
A quienes no han podido ir muy lejos de vacaciones y buscan algún destino próximo, les recomiendo visitar rincones de La Mancha. Desconocidos, sorprendentes. Por ejemplo, Tomelloso. Los cielos de Castilla La Nueva son únicos. Es una tierra que carece de mar, pero que está muy cerca del cielo. Además, si visitan Tomelloso en estos días, lo encontrarán en fiestas. No hay mejores fiestas que las de nuestros pueblos. Y el mes de agosto es pródigo en ellas. Bailes en la plaza, conciertos hasta el alba, unos churros cuando ya el sol nos calienta la rabadilla… El campo seco, las ilusiones nuevas.
En algunas tradiciones, entre ellas la judeo-cristiana, se considera el cielo como la morada de seres superiores que rigen nuestros destinos. El chalet cósmico de los dioses que nos observan pusilánimes, crueles y divertidos. La cosmología judaica antigua aseguraba que el firmamento es una bóveda maciza moteada de ventanas sobre la que se alza una cúpula de agua. Y, más allá, el cielo, la morada de Dios. Los babilonios estaban convencidos de que los reinos celestes constan de tres capas. Para algunas culturas son muchas más. Niveles que se abren y se cierran a los secretos divinos como compuertas gigantes que se guardan de los ojos terrestres del ser humano. «Demasiado bello para ser contemplado por miradas tan estrechas», debían pensar los antiguos… Es posible dejarse los ojos voluntariamente escudriñando el cielo que flota sobre las tierras de mi Castilla. Nunca he visto nada igual en ningún otro sitio. He viajado todo lo que he podido, por Asia, por América, por donde quiera que fuese, pero jamás las ventanas del cielo han estado para mí más claras que en Castilla La Nueva. Nunca he podido ver tanto, tanto cielo.
Tengo a Tomelloso pegado al paladar junto al gusto de las golosinas que tomaba en la infancia, como un trozo de sabor a mosto joven, a campo abierto y a libertad. Nada puede hacerme más feliz que recuperar esas sensaciones, refrescarlas en mi alma a través de los ojos, de los olores, del tacto, de la presencia viva de sus calles y sus gentes. En mi «noviciado» literario, Tomelloso también está unido a la figura, entrañable y admirada, de Francisco García Pavón, uno de sus insignes escritores, con quien aprendí palabras castellanas viejas que me abrieron la tranquera lingüística a un mundo oculto, excitante y secreto de delicias filológicas, de sonoridades rotundas y campesinas, de misterios sorprendentes («el reino de Witiza y las Sabinas, las hermanas coloradas en una semana de lluvia, y otra vez domingo en el hospital de los dormidos»… Cosas así, maravillosas). Tomelloso, con García Pavón y su prosa cultísima y sobria, se convirtió en mi Macondo adolescente sin playas caribe ni zopilotes ni laboratorios de alquimia, sólo con sus cielos perfectos y salvajes, sus viñas doradas y la luz de la tarde enjalbegando las paredes de la casas como una cal límpida hecha de sol antiguo y sueños nacientes. Vayan a verlo.
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