Historia

Tokio

Elixir (5) Fernando SÁNCHEZ-DRAGÓ

Elixor (5), Fernando SÁNCHEZ-DRAGÓ
Elixor (5), Fernando SÁNCHEZ-DRAGÓlarazon

Ya van cinco entregas de esta columna dedicadas a lo que hace mucho tiempo, en un alarde de optimismo, llamé Elixir de la Eterna Juventud. Hablábamos de afrodisíacos… Los hay realmente pintorescos. Llegué a Japón por primera vez en 1967 y, recién aterrizado, supe de la existencia de unos restaurantes cuyo menú tenía la virtud, según el decir de las gentes, de estimular la hombría de los usuarios. Veinticuatro horas después, prometiéndomelas muy felices, entré en uno de ellos. Era otro alarde de optimismo, porque no conocía a nadie con quien compartir el previsible subidón de la testosterona, pero a los cobayas, y yo lo soy de nacimiento, nos pierde la curiosidad. Olvidaba decir que los restaurantes en cuestión se llamaban Hormonas. Sic.-¡Que no falte de nada! -dije al camarero.Y pedí el plato más caro.

Me trajo un hermoso chuletón de buey de Kobe. Eso fue todo. Supe luego que los japoneses rara vez comen carne, y menos aún la comían en aquella época, por lo que a ellos, y sólo a ellos, echarse a la andorga trescientos gramos de proteínas vacunas les hacía el mismo efecto que me hubiera hecho a mí meterme en la cama con Ava Gardner, Marylin Monroe y la Pompadour. Las tres al tiempo. Aquella noche dormí como un angelito. Dios no ahoga. Al día siguiente, mientras vagabundeaba por el centro de Tokio, me di de narices con unas farmacias de origen chino cuyos escaparates eran terrarios por los que reptaban a sus anchas serpientes de un metro de longitud. La curiosidad, de nuevo, me venció.

Entré, indagué y vine a saber que la sangre, gélida, de aquellos simpáticos animalillos –eran víboras asiáticas de poderoso veneno y descomunal tamaño– también tenía efectos venusinos. -No se hable más. Sírvame un doble. El farmacéutico empuñó un cuchillo, pescó una serpiente, la degolló de un tajo y vertió su sangre en una copa. -Tenga -dijo. Cerré los ojos y me la eché al coleto. Aquella noche…