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Lana Worcester (III) por José Luis Alvite

N unca supe muy bien cuál es el punto de la conducta humana en el que está justificado perder la compostura e incluso sería imperdonable no hacerlo. En las novelas naturalistas los modales se tambalean cuando la señora recorre las caballerizas con el sudoroso mozo del establo y por un instante cree que podría sucumbir a la tentación del sexo por culpa del lisérgico y penetrante olor del heno mezclado con los orines de los caballos y el aliento de ese hombre tórrido, elemental y masculino. Aunque no tenía en absoluto el aspecto repujado de una de esas frondosas señoras de la literatura naturalista, Lana Worcester resultaba por sus modales tan profilácticos una mujer en cierto modo inabordable para tratar con ella asuntos cuyo contenido resultase más erótico que la idea de que su mayordomo escocés le sugiriese en voz baja la conveniencia de forrar con gamuza azul la empuñadura algo sobada del atizador de la chimenea. Al elegir el menú durante la cena en el Gran Hotel incluso consideré oportuno el sacrificio de renunciar a mis gustos por temor a que encontrase obsceno mi placer al sorber las ostras en sus conchas. En cambio me atreví a preguntarle si encontraría demasiado masculino que cenase con más apetito que mi cadáver. Por si le ofendiese mi hambrienta vulgaridad meridional, me adelanté con una explicación: «Verás, yo nunca he sido coherente al adaptar a mi pensamiento mis modales. Aunque es cierto que de los pinos me agrada su sombra, lo que de verdad me excita es su resina. Disfruto al contar el fuego catarral y anfibio de Escocia, pero incluso la descripción de la flor más delicada es más emocionante si en la sensibilidad del poeta irrumpe la letra del leñador».
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