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El terremoto cultural de Darwin

El terremoto cultural de Darwin
El terremoto cultural de Darwinlarazon

Nadie puede discutir que la publicación, el 24 de noviembre de 1859, de «El origen de las especies por medio de la selección natural», de Charles Darwin (1809-1882), marcó el punto de inflexión hacia un mundo totalmente distinto. Se ha comentado hasta la saciedad que el descenso freudiano a los infiernos de la mente asestó el tercer, y definitivo, golpe a la autoestima de una conciencia ya maltrecha. Pero este camino fue allanado por las «sacrílegas» tesis de Galileo y, sobre todo, Darwin. Una vez que el hombre era despojado de su puesto en el centro del universo y de su supremacía respecto al simple animal irracional, el papel destinado al psicoanálisis fue el de infligir la tercera gran herida. Ahora bien, ¿qué importancia podía tener la demolición de Freud si Darwin ya había mostrado que no había reservado ningún lugar especial para el antiguo protagonista de la creación?
Cuando perdió la fe
El darwinismo no sólo auspició una revolución científica, sino también un auténtico terremoto cultural cuya violenta onda expansiva alcanzó zonas tradicionalmente alejadas del ámbito de influencia de una ciencia en principio tan humilde como la biología. Daniel C. Dennett –un reputado filósofo de la ciencia contemporáneo y autor del famoso libro «La peligrosa idea de Darwin»– afirma que lo que la teoría de la evolución ofreció al mundo, en términos filosóficos, fue «un plan para crear Designio del caos sin la ayuda de una Mente».
Es decir: si algo quedó tocado de muerte tras su peligrosa teoría fue la con­cepción esencialista de la naturaleza biológica. Frente al llamado «fijismo» que, desde Aristóteles, presentaba a las especies como esencias o modelos inmu­tables que dotaban de estabilidad al aparente y absurdo flujo natural, Darwin sostenía que la diversidad biológica no era sino fruto de un proceso de progresiva diferenciación originado al combinarse pequeñas variaciones espontáneas individuales con una presión ambiental selectiva, un factor que traía como consecuencia un desi­gual éxito reproductivo.
Es en este plano donde se entiende la sempiterna controversia con el «creacionismo», un debate que, como se recordará, volvió a tener resonancia pública recientemente en Estados Unidos con la designación de Sarah Palin como vicepresidenta republicana y su propuesta de enseñar esta doctrina en las escuelas. Es más, si el centenario de 1909 estuvo muy marcado por la explosión de la genética clásica, parece claro que el aniversario de 2009 coincidirá con una reactualización de la vieja controversia con las tesis creacionistas. Sobre todo en EE UU, ya que conviene recordar que la Iglesia Católica no comparte el radicalismo del movimiento creacionista americano.
Es un hecho probado que en 1880 Marx se dirigió a Darwin pidiéndole su aprobación para dedicarle el Libro II de «El capital», un ofrecimiento que éste no aceptó por «no herir los sentimientos religiosos de su familia». En realidad, el biólogo, que estudió para sacerdote y que, según se dice, sólo perdió la fe tras ver morir a su hija de tuberculosis, nunca se consideró ateo, sino agnóstico. En última instancia, frente al creacionismo, la apuesta de Darwin habría consistido en mostrar cómo la naturaleza es capaz de «construir sentido» mediante un mecanismo puramente algorítmico: la selección natu­ral. O por decirlo con la imagen propuesta por el mismo Dennett: el edificio de la vida, desde sus elementos más simples hasta el cerebro humano, po­dría haberse levantado con el solo empleo de «grúas» y sin re­curso a «ganchos celes­tes».
En verdad, la tesis de Darwin contenía una serie de proposiciones totalmente revolucionarias. Trató de demostrar que el mundo orgánico había evolucionado a lo largo de la historia y que las poblaciones de las especies actuales descendían de antecesores comunes. Este proceso de selección, gradual o continuado, sin sobresaltos bruscos de una forma a otra, se había caracterizado por la divergencia de formas, de manera que no sólo habían sido sustituidas las viejas especies por nuevas, sino que había aumentado el número de especies distintas.
La figura de Darwin se yergue ante nosotros como un auténtico icono cultural, encarnación de los valores científicos, de modernidad. Aquí él no hacía sino recoger el testigo de la tendencia secularizadora impuesta por los ideales de la Ilustración. Cómplice con el programa de la era moderna en la lucha contra ancestrales certidumbres, el darwinismo compartirá el postulado de que el progreso es un atributo esencial del curso irreversible del tiempo y el convencimiento de que la sociedad humana era el des­tinatario último de los frutos del progreso. En este sentido Darwin está cercano a la ideología cientificista del «positivismo», que interpreta los signos del progreso como resultado de una ley natural de la historia general del conocimiento por la que éste superaría los atavismos de periodos necesariamente menos afortunados sólo por ser estadios «precedentes».
Extravagancias científicas
Por otro lado, pese a que hay que poner en entredicho cualquier asociación de la originaria teoría de la evolución con la eugenesia y, mucho menos con el nacionalsocialismo, no hay que olvidar que el mismo Darwin se había inspirado previamente en las ideas de Thomas Malthus acerca de la desproporción entre el crecimiento de las poblaciones y el de los alimentos. El evolucionismo fue una interpretación marcada por las crisis sociales del siglo XIX y permitida por la entrada de la historia como marco de inteligibilidad. Aquí, para edificar su teoría de la evolución, la biología tomó prestado un modelo de la sociología. Para Malthus, hay un conflicto que en las sociedades humanas se traduce en una «lucha por la existencia», en la que él veía al mismo tiempo las causas y las consecuencias de las transformaciones sociales que sobrevinieron con el advenimiento de la era industrial.
Las ideas de Darwin siguen generando debate. Un ejemplo es la figura mediática de Peter Singer, uno de los promotores del «Proyecto Gran Simio», quien aboga por una síntesis entre los ideales igualitarios y los condicionantes etológicos, biológicos y ecológicos de nuestra especie. También la teoría de la evolución ha tratado de colonizar en los últimos tiempos ámbitos no estrictamente biológicos. Los desarrollos más sugerentes apuntan al concepto de «meme» (unidad de información cultural sus­ceptible de replicación y transmisión), acuñado por el etólogo Richard Dawkins.