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Leibovitz

La Razón
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Lo importante no es lo que se ve, sino lo que se mira, ir más allá de la rutina, de girar la vista sin más o captar lo esencial y, si se quiere, hacer realidad lo que la imaginación dicta. Annie Leibovitz lo ha logrado. El azar quiso que inmortalizase a John Lennon y Yoko Ono tumbados en una cama, él en posición fetal, acurrucándose en esa mujer con pinta de cuervo, horas antes de morir asesinado. Una profecía: se acomodó en el vientre de su amor para regresar igual al infinito. Esa instantánea le hizo célebre. Desde entonces, cualquier luminaria ha querido que Leibovitz la enfoque. Casi siempre les ha sacado en su mejor postura, la que demandamos los «voyeurs»: Demi Moore desnuda mostrando su embarazo, Isabel II siendo lo que es, Angelina Jolie con la espalda descubierta mostrando sus tatuajes como hoja de ruta para el morbo... Suma y sigue. Pero resulta que la vida tiene trastienda y un fotógrafo, como quien escribe o trabaja, descubre en un revelado la revelación. Creo que Leibovitz la encontró en el lugar y el momento más inesperados: cuando captó a su familia en días de transición, en esos que no hacen historia pero quedan en la historia. Atrapó afectos, instantes… La exposición que se exhibe en Madrid trasciende a la fotógrafa del «glamour» para llegar a la persona, la misma que, ante la pérdida, sacó la cámara como otros sacan un pañuelo para secarse las lágrimas. Y entonces se aparece la agonía de la persona que el destino quiso que eligiesen, Susan Sontag, intelectual de postín cercada por el cáncer. Inmortalizó la muerte en vida, en blanco y negro, como los duelos de alivio de luto. Dejó el testimonio del dolor incluso antes de sentirlo. Un prodigio… Yo de mayor quiero ser fotógrafa.