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La metamorfosis de Brasil

La Razón
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Estuve en Brasil la mayor parte de la semana pasada y tuve ocasión de apreciar el clima electoral de cara a las presidenciales que hoy tendrán su primera vuelta si ninguno de los tres principales candidatos alcanza la mayoría, cosa poco probable. Mi interés por Brasil data de los años cuarenta, cuando muy jovencito leí el estupendo libro de Stefan Sweig «Brasil país del futuro», que ha sido citado ad náuseam por los escépticos, siempre estimando que a pesar de su superficie (8,5 millones de km2) y su rápido crecimiento demográfico (hoy algo más de 200 millones de habitantes) el semicontinente lusoparlante no alcanzaría nunca el nivel de gran potencia. Y, sin embargo, eso es lo que ya ha sucedido: Brasil se sitúa entre los diez primeros países del mundo por su PIB y forma parte del grupo de los BRICS –junto con Rusia, India, China y Sudáfrica–, que aspiran a ser parte del mundo multipolar que inevitablemente acabará configurándose.

Fue el gran economista brasileño Celso Furtado (que junto con el argentino Raul Prebisch tendría que haber entrado en el elenco de los Premios Nobel de Economía), quien mejor expuso la evolución histórica de la economía brasileña desde 1.500, con la llegada del conquistador portugués Cabral: desde unos inicios coloniales, pasando por la economía de plantación y de minerías, para seguidamente iniciar su industrialización, ya muy avanzada, camino de una sociedad de servicios.

Brasil siguió en parte las recomendaciones de la CEAL (Comisión Económica para América Latina) de sustituir importaciones por industria propia, y participó activamente, sin grandes resultados, en los proyectos de integración de la ALALC, la ALADI y el Mercosur. Pudiendo decirse que quizá el momento reciente de mayor transformación del país se produjo merced de la racionalidad económica del presidente Fernando Henrique Cardoso (buen conocedor de los Pactos de la Moncloa según pude comprobar en una larga entrevista que tuvimos hace años), quien entre 1995 y 2002 controló los principales «demonios» de la economía brasileña: inflación y proteccionismo a ultranza. Después vino el Gobierno de Lula (2002/2010), que sin modificar en lo esencial la política de Cardoso, le dio un tinte más social; con indudables efectos de disminución de la pobreza y ensanchamiento de las clases medias. Y su continuadora, Dilma Rousseff, ahora candidata por segunda vez, presenta un historial de pretendidos avances, pero con no pocas sombras: una recesión reptante, una Administración manirrota y plagada de corrupciones y un malestar social in crescendo en los últimos dos años. Todo el mundo sabe que estas elecciones se daban decisivamente preganadas por Dilma Rousseff. Pero la muerte del candidato socialista Eduardo Campos, en accidente de aviación, promovió a Marina Silva –antigua ministra de medio ambiente de Lula, cargo al que renunció por el continuado saqueo de la Amazonia–, que en los primeros tiempos de su súbita candidatura incluso llegó a alcanzar a Rousseff en intención de voto en la segunda vuelta. Las espadas están en alto, y si bien Dilma ha recuperado mucho terreno electoral, con una política más agresiva hacia su antigua compañera de gabinete, lo que pueda suceder en el segundo domingo de comicios (el 26 de octubre, de aquí a tres semanas) entra en el terreno de las conjeturas y las cábalas. Porque como la propia Marina ha comentado, ha dispuesto de muy poco tiempo mediático (por la escasa presencia de sus apoyos de candidatura en el Congreso), situación que cambiará por completo en el segundo turno, cuando ambas presidenciables tendrán las mismas oportunidades de utilización de los medios. En favor de Silva, está su ímpetu juvenil, su lozanía política, sus compromisos medioambientales en pro de la biodiversidad, su honradez al margen de escándalos y su idea de que la economía brasileña puede funcionar con mucho menos intervencionismo; merced a los empresarios, la mayor austeridad legislativa a escala nacional y estatal, sin olvidar su idea de que el Banco Central debe tener completa independencia de los sucesivos gobiernos. En el caso de Dilma Rousseff, pesan la experiencia, el conocimiento de los entramados económicos y políticos, su pretensión de seguir con las pautas alimentarias de Lula contra la pobreza y su intervencionismo, incluido el mantenimiento del control del Banco Central. Y en cuanto a los escándalos fiscales y financieros, no cabe esperar que los movimientos de masas anteriores y coincidentes con el campeonato mundial de fútbol, el pasado verano, vayan a tener una repercusión decisiva, pues la corrupción se considera algo casi normal. Con todo, muchos brasileños elegirán entre dos imágenes muy diferentes: la de un país que podría encontrar esperanzas renovadas en Marina y la de otro con capacidades y deficiencias ya comprobadas en Dilma.

A la postre, todo va a depender de las tres semanas de campaña entre los días 6 y 26 de octubre. En los mítines, y sobre todo en los medios, los mensajes electorales de ambas candidatas ganarán en fuerza y en críticas recíprocas.

Los brasileños más optimistas –sobre todo si hubieran ganado el último mundial futbolero frente a una Alemania metódica y potente— serían una fuerza invencible a favor de Rousseff. Pero la recesión ya virtualmente contabilizable, derivada de la desaceleración de los grandes mercados mundiales del hierro, la soja, la carne, el azúcar y el café, y la todavía insuficiente agresividad de Brasil en los mercados de bienes de equipo y manufacturas son factores no precisamente muy positivos para la candidata que repite. Frente a ella, Marina Silva promete un país más emprendedor y menos dependiente de las estructuras burocráticas y corruptas del Macroestado brasileño, convertido en auténtico Leviatán.

* Catedrático Jean Monnet por la comunidad Europea