Delitos sexuales

La pedofilia en Occidente, tan pavorosa como la prostitución de menores en África

Redes sociales, medios de navegación online anónimos y las profundidades de la Deep Web sirven para saciar los vicios del pedófilo occidental

Joven viendo porno en el ordenador
Joven viendo pornografía en el ordenador.Dreamstime

Este periodista ha investigado en ocasiones anteriores los negocios de la prostitución infantil en África y en el Sudeste asiático, dos lugares donde la depravación más repugnante del ser humano encuentra una salida fácil tras el intercambio de billetes. Aquí, no pocos turistas europeos aparecen por la terminal del aeropuerto para convertirse en villanos de su propia película.

Pero se descubre en Occidente, o en el primer mundo, donde un desarrollo moral y normativo impide la prostitución de menores de la manera abierta que se practica en los países en vías de desarrollo, que la depravación permanece pese a la norma, se mantiene de manera anónima tras las pantallas de ordenador y las aplicaciones VPN que permiten ocultar la identidad del usuario a las autoridades policiales. Internet se convierte así en un prostíbulo casi ilimitado donde sólo caben las manos y los ojos. En Japón, aunque se subió en 2023 la edad de consentimiento de los 13 a los 16 años (en España también es de 16 desde 2015), es de sobra conocida la intoxicación de fetiches representados por medio del manga y del anime transformados en el arte erótico conocido como hentai: uno puede comprarse en Japón, en las tiendas del barrio de Sotokanda, un torso de silicona de talla S y sin pechos visibles, además de cómics porno con chicas extremadamente jóvenes como protagonistas.

Cualquier psicólogo podrá confirmar al lector que la pedofilia es una enfermedad que se extiende por todo el globo, independientemente de religiones y de razas, aunque la mayoría de quienes la padecen sean hombres, y que sanar es una tarea titánica para el paciente (algunos consideran que es imposible eliminar la pedofilia sin la castración química). En las cuentas racistas de las redes sociales se señala a los musulmanes por permitir los matrimonios con menores de edad, pero debe saberse, llegados a este punto, que lo único que diferencia al pederasta sirio del pedófilo alemán es el pasaporte.

La ley española en lo referente a la pornografía infantil es clara en el artículo 189 del Código Penal. Será castigado con penas de uno a cinco años de prisión “el que produjere, vendiere, distribuyere, exhibiere, ofreciere o facilitare la producción, venta, difusión o exhibición por cualquier medio de pornografía infantil […] o lo poseyere para estos fines, aunque el material tuviere su origen en el extranjero o fuere desconocido”. Etc. La pena se amplía si se utilizan menores de dieciséis años con este fin. En el mismo artículo, se señala que “el que para su propio uso adquiera o posea pornografía infantil […], será castigado con la pena de tres meses a un año de prisión o con multa de seis meses a dos años”.

Para el usuario basta con conectar la VPN, acceder a una herramienta de búsqueda como Tor o Yandex y aprovecharse del anonimato de navegar con la dirección IP cambiada para rebuscar en ese vertedero que es Internet. La policía de ciertos países dedica tiempo y recursos a cazar a los pedófilos (dirán lo que quieran de Estados Unidos, pero dedican más recursos a este respecto que Brasil) por medio de las descargas de imágenes y de vídeos, gracias a que las autoridades plantan virus junto con los archivos que las mismas comunidades suben a la red, conocidos en este mundo como “jailbait”. Igual que puedes ver qué dirección IP ha descargado un Burofax, puedes saber quién ha descargado un archivo ilícito. Las paupérrimas penas españolas (menos de un año de cárcel por posesión), no parecen suficientes para detener su lascivia.

La ley es laxa con el pedófilo. No es hasta que el deseo se consigue y el menor se queda con la vida rota que se condenan las relaciones sexuales con menores de 16 años con 2-6 años insuficientes de prisión. Y toda la plataforma online dibuja una senda que sale de los dedos, plasma un deseo en el buscador privado y lleva a una página web que luego permite el acceso a un portal de imágenes (IMX.TO, IMAGEBAM) o de vídeos (FILEDOT, QBITTORRENT) en el que uno navega libremente como quien juega al buscaminas, hasta que pisa la trampa que puso la policía. Esto, si la trampa no la puso un policía español estando el usuario en Venezuela, en cuyo caso no importaría pisar la mina a no ser que se quiera ir a España, y en España igual no te meten en la cárcel si la pena es inferior a dos años.

Si tu marido tiene archivos de tipo Torrent descargados en 2024 sería buena idea revisárselos. Y a los hijos. Sobre todo a los hijos. Podrías llevarte una desagradable sorpresa.

En Europa, gran parte de la pornografía infantil o los “estudios de modelos” en lencería que se camuflan en la legalidad se han producido principalmente en los países del Este, con especial atención al estudio ucraniano conocido como LS (que estuvo en funcionamiento entre 2001 y 2004 pero donde una cantidad importante del material pornográfico producido es de fácil acceso en la Deep Web, que es el campo de juegos por excelencia de los pedófilos), o el más reciente estudio B**** Models, que todavía produce desde Hungría nuevo material de adolescentes en lencería para el gusto de los depravados. Estas adolescentes o púberes, las que posaban en “estudios” previos como V***models o Candy****, se dejaban fotografiar en lencería cuando eran menores de edad, pero algo se rompe y comienza de nuevo cuando son mayores de dieciocho, y el embrujo no acaba y comienzan a aparecer desnudas en las fotografías que siguen, todavía atadas a la cámara que acabó con ellas.

Es evidente que las afectadas sufren profundos traumas que moldearán sus vidas desde entonces. Ana (nombre ficticio que esconde a una persona real) es una joven de veintidós años que actualmente cursa la carrera de publicidad y que sufrió cuando era niña abusos sexuales de parte de su padre, que la grababa mientras tanto. Como ella era muy pequeña cuando ocurrió aquello, alega, “no me acordé hasta que me vino el recuerdo viendo una película” con 17 años, y que tardó meses en decírselo a su familia por miedo de lo que pudiera ocurrir. Cuando finalmente lo hizo, no la creyeron. “Yo era una adolescente problemática y pensaban que quería llamar la atención […]. Mi padre se enfadó mucho conmigo y amenazó con echarme de casa si seguía diciéndolo”.

Al final se tuvo que marchar a casa de su abuela materna, que era la única que la creía porque nunca se había fiado del yerno. Tuvieron que pasar tres años hasta que el padre fue arrestado por posesión de pornografía infantil y hubo un juicio y fue condenado; entonces sí, ahora la creyeron. Pero Ana tiene desde entonces una relación extraordinariamente complicada con el sexo y con los hombres, y las lenguas más venenosas de su universidad, las ignorantes, las culpables, la tachan de ninfómana. Podría confesarles a sus compañeros de clase el drama que la atormenta pero, sencillamente, no se ve capaz, ni siquiera se lo dice a sus amantes. Le da demasiada vergüenza.

La herida es mortal. Ana ha pensado muchas veces en el suicidio pero dice que no caerá en esa trampa porque “ganaría mi padre”.

Las redes sociales como alternativa

El fenómeno de las redes sociales ha contribuido en una medida inimaginable a la distribución de un contenido sensible que la legislación vigente no cataloga de pornografía infantil pero que muestra a niñas en ropa apretada y trajes de baño, algo irreverente en apariencia. Si algunas de estas niñas pueden posar para marcas de ropa o de bañadores, pase, pero otras (y también algunas de las que posan para ciertas marcas de ropa) se limitan a subir contenido a sus perfiles privados de Telegram, donde cobran suscripciones o álbumes de fotos con la excusa de que posan para tener un “portafolio” que disponen para las agencias de modelos. En Instagram también pueden encontrarse perfiles de menores procedentes del Este de Europa (sobre todo de Rusia y Ucrania) que empezaron siendo niñas con un sueño inducido por sus progenitores y que lentamente degeneraron en historias como la de Victoria.

Victoria era una niña muy mona que tenía muchos likes en las fotos que subía su madre en Instagram, tantos likes que la madre vio dinero, y la madre buscó dinero de la forma más sucia posible: erotizando el cuerpo de su hija en una cuenta de Instagram a la que todavía hoy puede accederse. Victoria, que empezó absolutamente ignorante a todo esto, moldeó su vida en torno a esas fotografías aparentemente de moda y que eran cada vez eran más sugerentes y que terminaron por degenerarle a ella. Nunca ha posado desnuda en su cuenta de Instagram, aunque se repetían las fotos con ropa interior y con bikinis sugerentes. No pasaron muchos años desde que alcanzó la fama hasta que empezaran a circular por canales alternativos las imágenes de la ignominia: Victoria desnuda con la boca abierta, las piernas abiertas. Aparentemente perdida. Ucraniana, de Járkov, al alcanzar la mayoría de edad en 2021 comenzó a prostituirse oficialmente en la ciudad y desde entonces tuvo que huir porque empezaron a bombardear los rusos. Ahora es una conocida escort que opera en Turquía y en el este de Europa y que ocasionalmente filma contenido pornográfico amateur.

TikTok es también una red social habitualmente utilizada por menores de edad donde, sin saberlo, son sexualizadas por usuarios al otro lado de la pantalla, mientras que Twitter tiene una política más restrictiva con este tipo de contenido, aunque uno se pregunta por cuanto tiempo. La ley es laxa con el pedófilo. Se crea perfiles falsos de Instagram y comenta lenguas de fuego en el perfil de Victoria, pensándose que su pecado no hace daño a nadie, congratulándose al menos por no ser de los que cogen un avión a Camboya. Pero hacen daño, no cabe duda. Tanto daño como los violadores en África, son igual de malos que el salvaje de Lardero. Hacen daño. Mucho más de lo que les castiga la ley a ellos.