Un año después de la masacre
"Los rusos nos mataban en Bucha por diversión"
Los habitantes de esta localidad ucraniana, aún en reconstrucción, viven estremecidos por la masacre cometida por el ejército ruso al inicio de la invasión
Los lagrimones donde cabría un océano entero surcan las mejillas de Lesya, 42, hasta llegar a la comisura de sus labios agrietados por el frío. Tiene los ojos inyectados en sangre e intenta forzar una sonrisa que se siente como una cuchilla cortándote el alma. “No puedo evitarlo”, dice, al recordar los días en que, entre finales de febrero y marzo de 2022, el sadismo de las tropas rusas se cebó con sus familiares y amigos. Ella es una de las supervivientes de la matanza de Bucha, la ciudad a las afueras de Kyiv donde los secuaces del Kremlin asesinaron y torturaron a más de 400 civiles ucranianos indefensos.
“Había combates por todas partes. Mi marido, hijo e hija embarazada de cuatro meses estaban conmigo. Fueron días terribles. Nos mataban por diversión. Ahora, mi esposo está combatiendo en el frente”, explica, sollozando. Sobre la propaganda rusa que niega su autoría de la masacre, la cual ha echado raíces en España a través de las redes sociales y ciertos personajes de la televisión, Lesya asegura que “es peor para ellos. Algún día se arrepentirán de sus mentiras. Yo estaba aquí y lo viví todo. A mi mejor amiga una bala le atravesó el cuello, pero la conseguimos salvar. Si salías a la calle, mirabas a los soldados, caminabas o corrías los rusos te disparaban”.
El número de atrocidades cometidas por las tropas del Kremlin, documentadas y descritas por los forenses e investigadores internacionales y ucranianos, es un diccionario del horror más absoluto: una mujer utilizada como esclava sexual, desnuda y vejada cubierta con un abrigo de piel en el sótano donde fue violada salvajemente hasta la muerte. Cuerpos quemados, desmembrados, o con las manos atadas a la espalda y ejecutados a sangre fría en sus casas y jardines. Mujeres y ancianos abatidos en plena calle por los francotiradores rusos cuando intentaban huir o buscar algo de sustento. La lista es larga.
Para Lesya, el año transcurrido “ha sido muy duro. Cada vez que salgo a la calle recuerdo los cuerpos retorcidos y las explosiones. Todos necesitamos asistencia psicológica”, confiesa, la cual seguramente requerirá de por vida. Sin embargo, “estamos vivos y nada es más importante que eso”, dice, de pie frente a la puerta acribillada a balazos de su casa en ruinas, pero cuya reconstrucción ya ha empezado.
El pavor y la turbación todavía son palpables y visibles en muchos de los rostros de los supervivientes. “Cuando los rusos se marcharon, caminar por la ciudad era como hacerlo por Hiroshima después de la explosión”, explica Tatyana, 52, en el jardín de su casa, construida con tocho y madera ribeteada y pintada de azul, siguiendo el estilo tradicional ucraniano, la cual ha perdido todo el techo. “Cualquier sonido fuerte me resulta aterrador. Tengo miedo todo el tiempo, el horror no se borra de mi mente y creo que seguirá en mi interior el resto de mi vida. Todavía me cuesta mucho salir a la calle”.
Venganza contra los civiles
“El 27 de febrero, cuando los tanques rusos aparecieron por la carreta, estaba en mi casa, que no tardaron en ocupar. Pude hablar con los primeros soldados que llegaron hasta aquí. Eran jóvenes y tenían miedo. Me dijeron que habían venido a liberarnos del nazismo, pero les intenté explicar que eso no era cierto y que en este pueblo solo había gente corriente. Los primeros se mostraron un poco amables, los siguiente no lo fueron”, cuenta Vasyl, a pie de calle supervisando la reconstrucción de la fachada de su residencia en la calle Vokzalna.
En esta vía, la principal de la ciudad, y que siempre será recordada como el lugar del escenario de uno de los peores crímenes de guerra sobre las espaldas del nuevo zar en el trono del Kremlin, Vladimir Putin, los habitantes de Bucha se llevaron la peor parte de la venganza rusa contra los civiles, después de que las columnas blindadas de su ejército de agresión fueran diezmadas por la artillería ucraniana.
“El 4 de marzo, cuando la batalla se recrudeció y empezaron a sufrir muchas bajas, llegó una nueva oleada de soldados, esta vez con la intención de castigar a los civiles. No lo sé con seguridad porque no escuché la orden, pero creo que sus represalias no fueron espontáneas. Alguien en la cadena de mando les dijo que lo hicieran porque fueron sistemáticos a la hora de asesinar a placer y sin que nadie les pusiese freno”, añade Vasyl.
Desde ese momento, salvar la vida fue una cuestión de puro azar, tal y como cuenta Larissa Spevenko, 72, cuya hija y nieta viven en Sevilla, según explica con una sonrisa de oreja a oreja al recodarlas, pero tras la que se esconde el espanto vivido que sus ojos tristes y ojerosos no pueden esconder. Ella, su hijo y varios vecinos se salvaron porque, desde un primer momento, se escondieron en un sótano del que no les dejaron salir.
“Cuando vimos entrar la columna de tanques mi hijo Sergei me dijo: mamá, la guerra ha empezado. Salimos a la calle para ver lo que estaba pasando, intentamos llegar hasta el río y cruzar al lado donde estaban las fuerzas ucranianas, pero los combates alrededor eran muy intensos y tuvimos que correr de vuelta a casa para refugiarnos de las bombas. Desafortunadamente, la puerta del sótano estaba bloqueada y no quedó otra que escapar saltando por la ventana de la cocina”, la cual va a dar a un patio trasero, “donde corrimos hacia otro sótano en el jardín donde antiguamente guardamos las conservas y las hortalizas”, rememora Larissa con la mirada perdida.
Perros comiendo carne humana
Poco después, “un oficial ruso abrió la puerta y nos gritó que ellos no lastimaban a los civiles, pero nos obligaron a permanecer en el sótano durante días sin apenas comida, agua, o poder encender un fuego para calentarnos. Teníamos que hacer nuestras necesidades en un cubo que no podíamos limpiar”.
Los rusos apostaron una pieza de artillería en su jardín para bombardear las posiciones ucranianas situadas a unos 500 metros, así como la cercana ciudad de Irpín. “Podíamos escuchar los disparos y las explosiones, aunque estar allí abajo es lo que nos salvó. Si asomabas la cabeza los francotiradores no dudaban en matarte. Sabiendo ahora las torturas y asesinatos que cometieron en otros sótanos, todavía no comprendo cómo seguimos con vida”, indica Larissa.
El 7 de marzo, Sergei, su hijo de cuarenta y pocos años, pudo salir a buscar algo de comida. “Los soldados rusos se habían dado al pillaje y muchos estaban borrachos. Fue como adentrarse en el infierno. Sus tanques y vehículos estaban destrozados. Todo ardía alrededor y había pedazos de soldados, sobre todo brazos, piernas y torsos chamuscados, esparcidos por todas partes”, cuenta, mientras muestra un vídeo horripilante de un perro comiéndose un pedazo de un soldado ruso que grabó el 1 de abril, el día en que Bucha fue liberada.
La reconstrucción de la ciudad está en marcha y es visible por todas partes. Gracias a los fondos internacionales, los operarios del gobierno municipal y empresas constructoras están rehaciendo en un tiempo récord las zonas devastadas por los combates. Sin embargo, la herida es profunda y seguirá supurando en las mentes de los supervivientes porque esta pequeña ciudad, antes sinónimo de un día de picnic a las afueras de Kyiv, es la constatación de que, como escribió William Shakespeare en su obra La Tempestad, “el infierno está vacío porque todos los diablos están aquí”.
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