La Razón del Domingo
El abrazo del sapo
El populismo es el sarampión del progresismo y la varicela de lo políticamente correcto, pero nunca ha construido un Código Civil o una Constitución más avanzada que la inglesa, que ni siquiera está escrita
Alma, esposa del compositor Gustav Mahler, fue una devoradora de celebridades, entre las que destacan el pintor austriaco Oskar Kokoschka y el arquitecto alemán Walter Gropius. En las vitrinas de su salón vienés exhibía partituras, planos, dibujos, cartas de sus enamorados para epatar a las visitas. Otro de sus amantes fue el científico Paul Kammerer, también austriaco, que quiso como biólogo abrir un agujero manipulable en el código genético, en sus tiempos sólo intuido. El sapo partero tiene su hábitat en charcas y desarrolla en sus patas unas rugosidades para abrazar a la hembra y hacerse cargo de su puesta de huevos. El sapo de tierra no necesita esas rugosidades nupciales y Kammerer pasó generaciones de batracios a humedales hasta que aseguró que el dorso de sus extremidades se había transformado ambientalmente. Aquello convulsionó la biología y la política de los inicios revolucionarios del siglo pasado.
Lenin se interesó por la peripecia del sapo, ya que podía confirmar que el ser humano, sometido al sovietismo, evolucionaría hasta su transformación en el perfecto hombre comunista liberado de la competividad con sus semejantes. Kammerer era un farsante atormentado por sus amores con Alma y con microscopio y bisturí había falsificado en el sapo de tierra las nupcionalidades del sapo partero. Fue un escandaloso ejemplo de populismo universal haciendo creer que la humanidad mejoraría por designios voluntaristas.
En los años treinta argentinos, el socialismo, el comunismo y el anarquismo campeaban sobre Buenos Aires y los estibadores del puerto bailaban el tango entre ellos esperando los barcos cargados de mujeres europeas. Los ácratas aún no habían sido fusilados en la Patagonia Trágica y no había llegado el general Perón con su populismo inextinguible aprendido en la Roma fascista como agregado militar para dejar a toda la izquierda sin territorio ni clientela.
El secretario general del Partido Comunista argentino populacheaba ardiente en contra de las tesis de Moscú, que no contemplaba la revolución en el agro sino en concentraciones industriales. Falto de recursos, jugó al prode (pronósticos deportivos; nuestra quiniela) y ganó un pleno solitario dotado con una fortuna millonaria en pesos fuertes. Como saltó a los periódicos, sus camaradas esperaron en vano que donara la ganancia a la causa obrera. Le ofertaron que cediera la mitad o incluso un diez por ciento de solidaridad simbólica, pero el populista heterodoxo desapareció de Argentina con su dinero sin que jamás se volviera a tener noticia de él. Un siglo antes, en las antípodas del Río de la Plata, en Estados Unidos, sí se habló seriamente de populismo, acaso por primera vez en la Historia, cuando en la inauguración del cementerio militar de Gettysburg, Abraham Lincoln pronunció en tres minutos un discurso de diez frases y doscientas setenta y dos palabras, icono del mundo anglosajón: «... que esta nación amparada por Dios tenga un nuevo nacimiento de libertad y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la Tierra». Pero Lincoln, atormentado por el estreñimiento y una mujer insufrible, era tan complejo como para desdecirse a sí mismo. Cuando firmó la manumisión de los esclavos ya bien avanzada la Guerra de Secesión, permaneció largo rato riendo sin dar explicaciones. ¿Pensaba que los libertos serían esclavizados por la rugiente industria?
En todo caso, el populismo es transversal, y va del despotismo ilustrado a nuestros indignados más asamblearios. Julio César fue un populista que no solo repartió tierras y dinero a sus legionarios sino a los desharrapados, y hasta el rural Sánchez Gordillo se hubiera dado por ahíto, y fue asesinado para preservar la República. La extrema derecha europea es populista, reservando el trabajo para los nacionales y Pierre Poujade creó en Francia un partido para tenderos. No se puede negar el carácter populista del nazi-fascismo cuyos métodos de acoso, intimidación y desprecio por la legalidad establecida son los mismos de Beatriz Talegón, Willy Toledo, los agrarios de «La Turquilla», Ada Colau, el abertzalismo y demás mártires alzaprimados por los medios, cuyo respeto personal hay que compatibilizar con la diaria constatación de una tabernaria ordinariez intelectual digna de «La busca» de Baroja.
Democracia real... ya, ya
Engels afirmaba que estaba dispuesto a dar su vida por el pueblo, pero no a vivir con él. Si nuestro populismo emergente descubriera quién estableció dos pagas extras y sentó las bases de una seguridad social integral sufriría una lipotimia o saludaría a la romana. Ni el fracaso del socialismo real, sobrevivido por las monarquías cubana y norcoreana como pilotes irreductibles, conmueve a quienes quieren sustituir un sistema por otro que no tienen. El populismo nunca ha construido un Código Civil o una Constitución más avanzada que la inglesa, que ni siquiera está escrita, o un reparto progresivo y viable de la renta de una nación. El populismo es el sarampión del progresismo y la varicela de lo políticamente correcto.
«Democracia real, ya» es un lema utopista suscribible por cualquiera, siempre que se recuerde que la estadounidense es la Constitución decana del mundo porque ha sido respetada y enmendada con los tiempos. Torcuato Fernández Miranda con su «de la ley a la ley» cambió un régimen por otro, pero los menores de cincuenta años ni se acuerdan ni lo han leído. Quizá el sapo terrero adquiera rugosidades nupciales para abrazar a su hembra en el agua, pero hasta Lenin tuvo que resignarse ante la artificiosidad de Kammerer abandonado a la mantis religiosa de Alma Mahler. La mutación del brazo del sapo no será para esta legislatura poblada de impacientes y presurosos.
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