Conciertos

El asesino y la cantante

El 11 de junio un loco descerrajó un tiro en la cara a la cantante estadounidense Christina Grimmie, de 22 años, cuando firmaba discos en un tenderete. Se une a otras estrellas sacrificadas por quienes confunden devoción y crimen. Víctimas del entusiasmo fanático

Brillante futuro. Grimmie empezaba a saborear el éxito tras su paso por un «talent show» musical
Brillante futuro. Grimmie empezaba a saborear el éxito tras su paso por un «talent show» musicallarazon

El 11 de junio un loco descerrajó un tiro en la cara a la cantante estadounidense Christina Grimmie, de 22 años, cuando firmaba discos en un tenderete.

Si ya es malo morir asesinado, qué me dicen si encima nadie presta atención. O sea, que al mal fario de que te baleen le añades la indiferencia general, el silencio mediático, la apatía de un público concentrado en otras tragedias. Algo así le ha sucedido a Christina Grimmie, de 22 años, cantante estadounidense a la que un loco descerrajó un tiro en la cara el sábado 11 de junio en Orlando. Quiere decirse que Grimmie murió apenas unas horas antes de que un islamista, sonámbulo de odio y versos coránicos, entrara en una discoteca de la misma ciudad y fregara al público con su ametralladora.

Eclipsada por la matanza, arrumbada en un rincón de la hemeroteca, flota Grimmie. Después de su concierto en el Plaza Live firmaba autógrafos. Sonreía, charlaba con la gente, vendía discos y pósters en un tenderete, cuando un tal James Loibl, empleado de una cadena de grandes almacenes, sacó una pistola y acabó con ella. El hermano de Grimmie forcejeó con el loco, que acabó muerto, víctima de su propia arma. Compañeros de Loibl explicaron después que el tarado, de 27 años, fantaseaba con enamorar a la cantante. Había llegado al extremo de operarse el careto y adosarse implantes capilares. Como un tiro de porquería en el espejo, todo lo que resta tras el delirio y su ulterior movida son los cristales rotos de una vida segada y la incapacidad de responder al crucigrama. No podemos, es imposible. En el comportamiento de Loibl nada responde a parámetros racionales. Insistir en el folklore de sus hábitos, leerle la correspondencia o destriparle el ordenador y el teléfono tienen su punto y ayuda a rematar en lo más alto las tertulias y los informes periciales, pero el lío habitaba en las mazmorras de un seso enfermo. Esto no impide comentar la delgada línea roja que separa el amor del odio en los siempre excesivos pastos de la fama, pero conviene parapetarse, no sea que alguien busque respuestas de corte instantáneo o tranquilizadores placebos.

Dicho lo cual, recuerden que en el Valhalla del rock abundaban las huríes en forma de groupies. Bebe Buell estuvo liada, entre mil, con Mick Jagger y Elvis Costello, vivió durante años con Todd Rundgren y tuvo una hija con Steven Tyler, vocalista de Aerosmith, Liv Tyler. Cynthia Albritton, alias Plaster Caster, dedicaba las noches a tomar moldes de escayola del falo erecto de las rock stars; comenzó con Jimi Hendrix y así hasta presentarse a la alcaldía de Chicago en 2010. Luego están las GTO, el grupo de rock auspiciado por Frank Zappa. Del otro lado también existe un fondo tenebroso, desbordado y siniestro. Lo ocupan los fans que entre eros y tánatos escogen el cementerio. Partidarios de cambiar adoración por féretros. Pobres diablos, dementes, psicópatas, que a falta de conquistar al héroe deciden laminarlo. No hablo de los músicos asesinados por ajustes de cuentas, represión política o delincuencia común, de Víctor Jara, víctima de los milicos en Chile, a Marvin Gaye, tiroteado por su padre, Jaco Pastorius, que falleció tras pelearse con el dueño de un club, Peter Tosh, fundador de los Wailers, torturado y ejecutado por unos atracadores, o Chalino Sánchez, rey del narcorrido en Sinaloa. Aquí me circunscribo a gente como John Lennon, Selena y, ay, Christina Grimmie. Sacrificados por quienes confunden devoción y crimen. Víctimas de un exceso de entusiasmo fanático.

Va en el sueldo. Las estrellas irradian con arrolladora potencia y algunos débiles mentales creen que cantan y bailan para su exclusivo disfrute. Ahora piden reforzar las medidas de seguridad, instalar detectores de metales a la puerta de los conciertos, cachear al público y contratar ejércitos de guardias. Me parece estupendo. No equiparo seguridad y represión. Tampoco creo que el celo policial tenga que ver con los vicios de una satrapía. Hombre, ayudaría si en EEUU no fuera posible comprar un arma de guerra como quien adquiere una Coca-Cola light, pero ahí entramos ya en la cultura fronteriza de un país que vive desde la fragua en permanente éxtasis bélico. Mientras eso no cambie prefiero la incomodidad de los cacheos a la posibilidad de topar un homicida. Me pasa lo mismo en los aeropuertos, que respiro aliviado frente a la pasma. ¿Soy raro? Pues vale. Raro pero vivo. Así me/nos quiero.