Eva González
Fran Rivera y Julián Contreras, Caín y Abel
Navidad, Navidad, dulce Navidad. El mayor propone noche de paz y reconciliación fraterna, no sé si con intención duradera. En los felices tiempos de convivencia en Marrakech, donde a Carmen Ordóñez la protegían las hijas «lalas» del rey, ninguno imaginábamos que llegaríamos a este desencuentro que Fran Rivera hace villancico con su ancha carota de increíble ángel barroco. Parecen Caín y Abel, ya se sabe que siempre hay un hermano peor que el otro. Julián niño era entonces Julianito y sus hermanos estaban locos con él. Vivo, despierto, con una inteligencia fuera de lo común, enseguida aprendió árabe con la facilidad que los críos tienen para los idiomas. Yo lo llevaba al zoco para que regatease en mi nombre. Impactaba tan pequeño y desdentado discutiendo por algunos dirhams. «Hay que ser más listos que ellos», me aconsejaba inocente creyéndome con una mala conciencia que nunca tengo con esos mercaderes orientales. Uno siempre siente que acabas engañado aunque trates de conseguir lo contrario. Quién hubiera sido niño como ellos –Fran, ya crecidito, y Cayetano, retraído tirando a hosco– amparados por el bellísimo y allí poderoso matriarcado de Carmen, nunca Carmina. Le desquiciaba que la llamasen así como si fuera tontorrona, igual que las vips madrileñas o sevillanas que de vez en cuando la visitaban para comprobar «in situ» de qué vivía.
Tenían un chalé adosado en La Palmerai, lo mejor de la ciudad roja, en el que destacaba un salón con dos rinconeras reales con variadas fotos de los «royalties» alauitas y enfrente las de Don Juan Carlos, Doña Sofía y la parentela, ahora rebotada. Aquella época dorada de Marrakech se mantiene por encima de los siglos y en estas fiestas se llena de españoles buscando exotismo. Les recomiendo cenar en el Café de la Post, que conocí con Carmen y su segundo marido. O el Palace, donde Cristiano acude con su panda, tal como hacía Carmen, especialmente con la Lala Hasna, entonces ennoviada oficialmente con el hijo del primer ministro. Luego se encaprichó de Miguel Litri, al que ponía escalera alfombrada a pie de avión cuando la visitaba para limpiar tuberías y estrechar la amistad hispano-marroquí. Tanto consideraban a Carmen que en la sevillana Expo 92, gran ruina de la que no quedan señales, como el Atomiun de Bruselas o la circunvalación barcelonesa, la nombraron relaciones públicas del pabellón marroquí ayudada por su hermana Belén.
Todo quedaba en familia. Duraron una semana, fulminadas tras la visita que hizo la princesa suponiendo que su novio se entendía con nuestra paisana. Ni le dieron indemnización, vaya faena digna del mito taurino de Ronda. Carmen heredó su carácter, a veces irritante. Yo lo conocí con su fraternal Antonio Olano. Toreaba en su plaza y, cuando nos vio llegar, espetó: «¿Qué, a sacarme alguna entrada?». Olano se quería morir y lo justificó con que eran «nervios antes de la corrida». No se mostró tan áspero cuando Francia le dio la Legión de Honor, además de hacerlo Caballero de las Artes y las Letras por cómo ponía de pie los cosos de Nimes o el romano de Arlés. Francisco y Cayetano no heredaron su maestría, hoy continuada por Enrique Ponce o Jose Mari Manzanares. Vi los debuts de Fran –ahora don Francisco, ojo y respeto– y Cayetano. El mayor estremecía con sus expuestas a portagayola. Más arrojo que arte. Cayetano debutó tardíamente, casi treinteañero. Iban a ver «al nieto del maestro» o al «guapo de Carmen». Tenían ese gancho y desencantaron las expectativas, luego mantenidas por ser habituales, incluso cobrando, de la revistas del corazón, donde Carmen ganó fortunas pagadas por Javier Osborne, tan añorado. Ella dilapidaba generosa con aduladores como el Pali, el Chuli y demás polvo del camino.
Yo, entonces, aún mantenía relación con Julián Contreras, que iba dando traspiés profesionales. Quiso ser actor y modelo, fue habitual de los platós del «cuore», azuzado y representado por su padre omnipresente y venerado en los años marroquíes, hasta escribió un libro que yo presenté en el Ritz. Para que recordarse ese mediodía, le di a escoger un Rolex entre los que yo tenía. Así cumplió un sueño, como cuando venía a casa, entraba en el vestidor y decía:«Tío, ¿puedo llevarme eso?». Un saqueo que me divertía, considerado por los tres hermanos el «tío Jesús». Ahora, vaya tío. Fran me demandó por presuntos insultos a Carmen, cuando me escamó que apenas investigaran las causas de su muerte. Me castigaron por lo que no hice y estoy pagando 60.000 euros en incómodos plazos, como hacen otros compañeros. Ay, qué tío.
Sé que, por ignorancia, Julián no participa del reparto y dudo de que Lourdes Montes sepa algo; a Eva González se lo conté directamente. Si eso me hicieron a mí, qué esperar con el peque, al que olvidaron tras prestarle dinero para las deudas de su restaurante. Quizá «El Duende», moreno torerillo que el abuelo Ordóñez encariñado se trajo de Venezuela y crió, podría decirnos toda la verdad si, como creen, estaba allí aquella madrugada trágica tan llena de interrogantes.
✕
Accede a tu cuenta para comentar