Historia

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Flores contra bayonetas

Marc Riboud tomó esta imagen, un icono de los sesenta, durante las protestas contra la guerra de Vietnam en Washington en 1967.

Su nombre era Jan Rose Kasmir y, según declaró ella misma, su única intención era hablar de amor a los soldados apostados frente a ella con sus rifles
Su nombre era Jan Rose Kasmir y, según declaró ella misma, su única intención era hablar de amor a los soldados apostados frente a ella con sus rifleslarazon

Marc Riboud tomó esta imagen, un icono de los sesenta, durante las protestas contra la guerra de Vietnam en Washington en 1967.

El siglo XX es una colección de instantáneas. La historia comenzó como el relato escrito de los abuelos y ha acabado siendo el álbum de fotografías para mostrar a los nietos. El pasado reciente se ha convertido en un fotomatón de iconos y una relación cronológica de pies de foto. El acontecimiento, que antes era un privilegio de los reyes, una atribución del poder, con la sociedad de masas se nacionalizó y hoy es un patrimonio colectivo en el que cualquiera puede meter mano, desde un ideólogo a un roquero de Memphis o un iluminado de Silicon Valley.

Antes, la memoria reposaba en la documentación y los archivos de ministros, secretarios y otras tantas noblezas gubernamentales. Hoy, para viviseccionar la última centuria, hay que revolver también en la caja de los negativos, que es donde han quedado recogidos lo que se ha venido llamando los movimientos sociales, que muchas veces son los que nos dan el pulso emocional y sentimental de una época. Si el cine fue el ilusionismo del último siglo y pico, la nueva chistera del mago, la fotografía se propuso como el lenguaje oficial de los nuevos tiempos, que por algo ha sido el arte que nos ha regalado la palabra «Kodak», la primera que nació sin una trayectoria curricular por el griego, el latín u otros idiomas influyentes y alumbradores de conocimiento. Empezamos en el «poema de Gilgamesh» y hemos terminado en Robert Capa.

Una imagen no vale más que mil palabras, pero trae consigo una presunción de verosimilitud y veracidad que, aunque desmentida por el tiempo y los hechos, mantiene intacta, sin una mella, en este Occidente de arruinadas mesocracias y eclipse educativo. Quizá, el hombre vuelve a ser el animal bíblico que cree solo lo que ve y lo que toca, sin que se sepa aún si eso es perjudicial o no.

La fotografía es una herramienta que bien puede ser alienadora o concienciadora, como siempre ha sucedido con el arte, desde el egipcio hasta la actualidad, que se ha movido entre la propaganda y la fidelidad a la verdad, o sea, al artista y a su impulso creador. En los sesenta, la fotografía resultó un arma liberadora y emancipadora de los discursos oficiales de los políticos y sus respectivos gabinetes de prensa. Lo de Vietnam arrancó en los cincuenta, aunque siempre quedará como el «Apocalyspe Now» de los sesenta. Allí todo iba bien hasta que a los reporteros les dio por revelar los carretes y afloraron todos esos clichés de soldados y de víctimas, arruinando aquella guerra fría, que resultó que eso de los muertos no eran solo unas cifras leídas por la radio, sino que esos chicos tenían rostro.

Cuando Marc Riboud sacó a una muchacha entregando un crisantemo, o lo que fuera eso, a un muro de soldados con bayonetas lo que hizo fue retratar una metáfora: la fuerza de la realidad y el tesón de los ideales encarnados en esa multitud de hierro y la fragilidad de la flor. Su objetivo fijó en la retina del mundo un icono, un símbolo, con toda su pujanza seductora, de la paz contra la guerra. Acababa de hacer de esa confrontación una causa global.

Corría 1967, que fue el año de la eclosión jipi yde las manifestaciones antigubernamentales, o sea, de la expansión lisérgica de la mente al compromiso político. La peña, en plena efervescencia, pasaba del eslogan pancartero al estribillo de «Lucy in the Sky With Diamonds». La protesta que retrató Riboud no resultó más multitudinaria que otras, pero le regaló la oportunidad de captar esta pestaña gráfica ligeramente desenfocada que se reproduciría en todos los periódicos. Ese erizado de filos frente a una muchacha inmortalizaría su nombre. Ella, por cierto, se llamaba Jan Rose Kasmir y no estaba al corriente de nada. Pasaba por allí y se sumó a la llamada por esas cosas que sucedían entonces y sin saber muy bien qué estaba protagonizando. Esta algarada de activistas, comprometidos y demás tribus idealistas desengoló a los poderosos, que empezaron a pensar en salir de la selva vietnamita. La situación venía a decir algo así como que una democracia no consistía en votar a sus representantes. La gente también quería participar, apuntar su opinión. La historia se ponía al alcance de todos.