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Pablo Heras-Casado: «Mi madre me metía en la maleta jamón serrano al vacío, me encanta»
Director de orquesta, del club de los selectos menores de 40, recorre el mundo a golpe de corchea. En Granada está su tierra. Y a ella ha vuelto en el estío.
Con sólo 37 años se lo rifan las grandes orquestas. ¿Qué les da? Una impecable técnica, temple cuando es necesario y temperamento. Además, o sobre todo, un amor por la música que llegó para quedarse y que se ha convertido en su forma de estar en la vida y el mundo porque su existencia es un no parar de un lugar a otro con escalas en los aeropuertos, que se los debe de conocer todos. «Rigoletto», «Carmen», «Il Postino»... En Estados Unidos (nada menos que la revista «Musical America») le eligieron como el mejor director de 2014 sin necesidad de pasar por esas vistosas ventanas que son el cine y la televisión, que fabrican famosos al por mayor. Él juega en otra liga: en la música clásica y la ópera donde el prestigio y la popularidad de un director de orquesta, qué cosas, se logra de espaldas al público.
–Presume de raíces, de Granada para ser más exactos.
–Estoy enamorado de mi ciudad. Vale que Sevilla no se puede aguantar, pero Granada es otra cosa, no somos de tanta bulla, somos más norteños. No soy experto en Historia, pero al ser la última plaza árabe en España, hubo una repoblación y hubo que traer a mucha gente del norte.
–¿Es una realidad la «malafollá» granadina?
–Sí, está en el aire y depende de cómo te pille: algunas veces la ves con simpatía y otras veces la tienes que sufrir. Creo que yo no la tengo, pero seguro, seguro, que alguna vez me sale.
–Lo progresión como director de orquesta ha sido geométrica. ¿Es usted ambicioso?
–La ambición no tiene por qué ser un término despectivo. Puede leerse de una manera bonita. ¡Claro que tengo ambición por ser el mejor! Como ocurre entre los deportistas y en el arte. Seguro que Rafael Nadal quiere ser el número uno en el tenis y eso no significa que utilice malas artes, pero sí mucho esfuerzo. Me toca hablar mucho de la ambición, pero no lo percibo porque suelo estar aislado en mi taller. Llevo estudiando 20 años sin parar. Mi trayectoria es larga. Pero cuando salgo de mi rincón voy a los teatros, leo las críticas, reconozco que los últimos seis años ha habido una eclosión.
–¿Y se ha venido arriba?
–No, cuido mi entorno de siempre: mi familia, mi grupo de amigos. Para ellos no he cambiado y es lo más importante. Jamás me han tenido que poner los pies en el suelo.
–¿Qué ha significado el director artístico Gerard Mortier para usted?
–Fue un privilegio enorme cruzarme con él. En ese momento yo era un bebé en el mundo de la ópera y me ayudo a entender y a apasionarme por esa manera de construir ese arte y espectáculo tan complejo y sofisticado. Le admiré mucho, pero a veces era difícil trabajar con él. Me exigía exclusividad y yo tengo muchos intereses, quería volar solo.
–Dígame, ¿cómo gestiona los egos de los músicos un director de orquesta?
–Con mucha humildad que parte de uno mismo e intenta transmitírsela a los demás. La humildad no es un síntoma de debilidad; al contrario, es un signo de honestidad. Pero también tienen que saber quién es el jefe y actuar con determinación.
–¿Qué sintió cuando se vio en grandes carteles en Nueva York?, ¿Le dio vergüenza?
–¿Vergüenza? Ninguna. No me dio ningún pudor. Me gustaba verme en el cartel del Carnegie Hall durante una temporada. Estás todo el día metido en proyectos, intentando levantarlos, así que verte allí es una forma de reconocimiento, de que uno va logrando las cosas, aunque sea algo tan simbólico como un cartel. Además sentí un gran orgullo al enseñárselo a mis padres. Pero me pasa igual cuando me veo en el Teatro Real. ¡Qué se me reconozca en mi tierra! Me moriré con este recuerdo.
–Me cuentan que le gusta mucho, vamos bastante, el jamón serrano, ¿ha traficado con él?
-Ja, ja, ja. Yo no pero mi madre sí. Le encanta. Lo envasaba al vacío para que llegase en condiciones perfectas entre la ropa de la maleta. Ahora ya no lo hace tanto.
–En serio, ¿se siente muy solo un director de orquesta?
–Sí, es una profesión multitudinaria y, a la vez, solitaria. Eres un agitador de masas: primero la orquesta, luego el público. También eres un creador de opinión por cómo diseñas tus programas. Pero esto se cocina en soledad y se viaja también solo. Después de un concierto uno se tortura o sonríes con las heridas de guerra. Y te vas a la cama... solo.
–¿Por qué son los directores de orquesta tan serios? Yo sólo les veo sonreír en el Concierto de Año Nuevo, palabra.
–Es genial lo que estás diciendo porque es verdad. Es cierto que estás muy concentrado, pero hay bastante de postureo. Normalmente la imagen que se tiene de nosotros es la de un señor mayor, de pelo blanco y muy serio, algo que no es extraño porque ésta es una carrera para corredores de fondo. Pero sí tú quieres ir de seriote... es un opción. Yo soy un comunicador, que no significa hacer gracias, ni pintar la mona, como en todo hay un término medio y yo intento transmitir lo que disfruto con mi profesión, y los estados de ánimo que provocan cada partitura.
–En política, ¿no sobran los directores de orquesta?
–Bueno, hay muchos que quieren llevar la batuta. O dicho de otra forma: mucho maestrillo y poco artista de verdad. Hay mucho ego que va buscando el interés propio en vez del ajeno.
–Antes de ponerse frente a la orquesta, ¿es de esos a los que les entran las manías?
–Tengo que reconocer que sí, cuando no tengo los calcetines, el cinturón o los gemelos para ese momento, ay... Son pequeños detalles que no te desestabilizan pero te molestan.
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