Sevilla

NOSINSÁBANAS

Aficionados escuchando a la banda de Blood durante la cincuenta edición del Woodstock / Foto: AP Photo
Aficionados escuchando a la banda de Blood durante la cincuenta edición del Woodstock / Foto: AP Photolarazon

La edad de los festivales, sirva la confesión ahora que se conmemora con mucha pena y poca gloria el cincuentenario de Woodstock, pasó hace mucho por mi maltrecho cuerpo y, me congratula afirmarlo, sin dejar huella alguna. «Una guarrada». Con esas dos palabras, y le sobró el determinante, definió aquella cita el único asistente a ella que conozco, un pionero del videoarte con quien tuve ocasión de trabajar en la tele y cuyo nombre no recuerdo ahora. Siempre he sido de conducta desordenada y propenso al despiporre, sí, pero también escrupuloso en la higiene personal, de modo que ningún amigo me incluye en la lista si el plan consiste en pasar dos noches al raso, rebozado en arena playera y sin otro aliviadero de esfínteres que el ancho mar. O una estructura portátil plantada sobre una efímera fosa séptica, que es pestilencia todavía más asquerosa. Alguna vez, en sus sedes de Granada y Jerez, nos asomamos por un evento que se denominaba «Espárrago Rock», aunque fue más debido al oportunismo –la casa de un amigo o un hotel reservado por motivos profesionales garantizaban cama mullida y digno aseo– que al atractivo de unos artistas perfectamente desconocidos para los asistentes, sin duda más interesados en intoxicarnos con lo que pillase a mano que por los riffs de guitarra, lo que quiera que eso sea. Me consta que la juventud aún peregrina por la costa en verano en busca de estos carruseles de conciertos y también existen versiones para puretas como el NoSinMúsica que este fin de semana se ha celebrado, puntual desde 2013, en la explanada del Muelle de Cádiz. Sin sitio para pernoctaciones precarias y con un programa ceñido a tres veladas, mantiene el espíritu festivalero sin caer en la marranada incívica. El avance de la civilización se percibe sobre todo en los pequeños detalles.