Lucas Haurie

Un chico normal

De Zouhair el Bouhdidi, quien ha confesado a la Gendarmería marroquí su intención de provocar un atentado catastrófico durante la Semana Santa de Sevilla, todos sus vecinos se han apresurado a decir que es un «chico normal». Un pariente ha añadido que posee «la nacionalidad española» para terminar de pintar el retrato más aterrador del odio, que no anida entre muyahidines adoctrinados en remotas cuevas afganas sino entre chavales matriculados en las universidades locales sin mayores preocupaciones que ligar con las niñas, jugar al fútbol en el barrio y sacarse unos eurillos para tabaco, tales son las pregonadas aficiones del presunto terrorista. «Que se halla en su estado natural, habitual u ordinario». Así define el DRAE el adjetivo «normal», el primero que se tiene por costumbre pronunciar para definir al vecino que descuartiza a toda su familia o al rijoso que viola a una chica en el portal, y al que tienden con disimulo los salafistas, la rama más sanguinaria del islamismo radical. Los hermanos Saïd y Chérif Kouachi eran muchachos de lo más «normal», pero una mala mañana salieron a ametrallar a una docena de trabajadores del «Charlie Hebdo» y los jóvenes que fueron radicalizados por el imán de Ripoll llevaban una vida «normal» hasta que atropellaron a los paseantes de unas Ramblas atestadas en pleno verano. Algo debe fallar, entonces, en los sistemas socioeducativos occidentales para que jóvenes a los que jamás faltó la mano benéfica del Estado del bienestar se conviertan de repente en asesinos despiadados. ¿Es el relativismo? ¿Es la crisis de la espiritualidad? ¿Es la fascinación por los videojuegos? ¿Es la deriva nihilista de la economía de consumo? ¿Es la tolerancia con lo intolerable? Si la normalidad consiste en querer matar a sus congéneres, vamos peor que regular.