Historia
¿Cuándo se empezó a sancionar llamar “puta”, “leproso” o “cornudo” a los vecinos de Madrid?
El Fuero data de 1202 y organizaba toda la vida de la ciudad, tanto en el ámbito penal, como en el administrativo
Todos los estudiosos aceptan el año de 1202 como el de la redacción final y otorgamiento del Fuero a Madrid. Este fuero de 1202 se conoce desde tiempo inmemorial como Fuero viejo, toda vez que desde 1262 con Alfonso X se inicia un declive de los fueros locales por la implantación paulatina del Fuero Real, proceso que culminará en 1348 con Alfonso XI que al promulgar el ordenamiento de Alcalá, deroga definitivamente el Fuero de Madrid. La historia de los fueros locales cristianos medievales es fascinante.
En la actualidad el Fuero Viejo se custodia en el Archivo de Villa, que es, por otro lado, y aun a pesar de las mermas habidas a lo largo de la Historia, uno de los archivos municipales más ricos de Europa.
El Fuero Viejo está compuesto por cuatro cuadernos de ocho hojas cada uno; se da la circunstancia de que falta un cuaderno, mutilación ya detectada en 1748 por el archivero Alfonso de Castro y Villasante.
La lengua castellana en que está redactado es un dialecto mozárabe de origen toledano. El Fuero organizaba toda la vida en Madrid, tanto en el ámbito penal, como en el administrativo.
En el tiempo transcurrido entre la reconquista de Madrid y la oleada almohade (frenada en las Navas en 1212) los habitantes de Madrid fueron organizando sus formas de vivir que finalmente las codificaron en concejo mayor y elevaron ese fuero a la sanción real aludida.
Se inicia el Fuero con la admonición de que es la “carta” dada por el concejo de Madrid en honor del rey y del propio concejo de Madrid, “Hec est carta quem facit Concilium de Madrid…”; al margen se encomienda el texto al Espíritu Santo.
El articulado
Tiene 117 artículos. Madrid y sus gentes se dotan de este fuero “para que ricos y pobres vivan en paz”. Esa es la gran razón de la existencia de este texto: vivir en paz los conciudadanos. No es de extrañar, pues, que haya tantos artículos dedicados a la persecución de los abusos y de los delitos. Los doce primeros artículos versan sobre la persecución de la violencia en Madrid. Los siguientes sobre la persecución de las calumnias y los calumniadores, y la imposición de otras penas que ampliaban el espectro de los doce primeros. También se ocuparon de fijar las penas contra los que llamaran “puta” o “hija de puta” o “leprosa” o “sodomita” o “cornudo”, o “perjuro” a los vecinos de Madrid o a sus hijos. Se establecían penas contra quienes llevaran a los tribunales sin motivo a quien denunciaran y así sucesivamente introduciéndose entre jueces la votación por mayoría para dictar sentencias.
Se delimitan los ejidos y abrevaderos propios de Madrid y de sus vecinos; la protección contra los animales sueltos que dañaren viñas (especialmente los puercos); se defiende la propiedad privada vinculada a la dignidad del propietario (artículo XLVI, “De la casa de vecino”, “Todo hombre que entrara en casa de un vecino durante la noche, a fin de cometer deliberadamente un mal y deshonrase al hombre o mujer de la casa, peche [pague] cincuenta maravedíes”) y sobre todo, amparando a los vecinos de sufrir ataques. Ahora bien, por las mismas, “todo hombre que tuviera casa en la Villa y no morase en ella durante las dos terceras partes del año, pague doble pecha, una [para] con los aldeanos y otra con los de la villa”.
Igualmente se regulaban las actividades artesanales (“Carpintero que no construyera tablón de siete palmos, pague un maravedí…”), o los precios de los alimentos, las dificultades para sacar grano fuera de Madrid (y evitar así que la villa quedara desabastecida) animando a que vinieran de fuera con mercaderías a Madrid.
También se permitía que se tuvieran pesos y medidas legales, pero ¡ay del que las tuviera trucadas!, “si las tuviere menguadas, pague dos maravedíes”.
Había sitio para los flautistas de Hamelín, “el juglar tañedor de la cítara, que viniese a Madrid a caballo y cantara en el concejo […] no le den más de tres maravedíes y medio...”.
Por todo el Fuero se destila, lógicamente, una defensa del vecino de Madrid. A su alrededor se engloban algunos artículos muy explícitos, “Todo moro cogido con cosa hurtada, si fuere libre, ahorcarlo; mas si fuere cautivo, córtenle el pie” y otras lindezas por el estilo.
Aparecen zonas de interés de la ciudad, como el prado de Atocha, el carrascal de Vallecas adehesado por el concejo y puestos allá unos molinos; un canal en Rivas que posee el concejo para suministro del agua del foso de la muralla, que estaba en construcción (“la obra de la muralla que está en construcción”; “que se entregarán para la obra de la muralla…”) y en fin se mencionan diez parroquias, las más antiguas de Madrid…
Se recogen las obligaciones tributarias de los forasteros y, por exclusión en todos los artículos a favor de los vecinos, sus obligaciones.
El rey Alfonso VIII que amplía el Fuero, lo protege, “quien se apartare de lo que ha sido consignado en este documento […] que le busquen a través de mi reino entero hasta que se le ahorque”.
Y no pensemos como algunas harían, que al varón todo se le permitía (¿de dónde sale eso?): “El que forzare a una mujer, muera por tanto”; o que aquella sociedad era un mundo de salvajes: “si alguno detuviera a los jurados de hacer justicia, contra ellos me volveré especialmente”.
La localidad se denomina en el Fuero como Magerit, Magirto, Madrit, Madride y Madrid, siendo este topónimo el más común.
La evolución
El articulado y la propia evolución del Fuero con añadidos y correcciones tan singulares (Alfonso VIII, Fernando III, por ejemplo), bien invita a una honorable lectura pues estamos ante una gran descripción de cómo organizaron la vida en comunidad nuestros antepasados, en una ciudad de mediano pasar, con su nueva muralla en construcción, y dividida ya en diez colaciones; esto es, cómo se fue asentando la nueva vida de los cristianos tras la Reconquista.
El Fuero fue redescubierto entre los fondos del Archivo de Madrid en 1789, pero volvió al sueño de los justos hasta que en 1831 fue sacado a la luz por Antonio Cavanilles iniciándose esa tradicional historia de las ediciones del Fuero de Madrid, que llega a nuestros días: los editores críticos o comentaristas del Fuero han sido Cavanilles (1852), Amador de los Ríos y de la Rada (1860), Domingo Palacio (1871 y 1888), Galo Sánchez, Millares Carlo y Lapesa (excelente edición de 1932 con ampliación en 1963) y recientemente Alvarado Planas y Oliva Manso (buenísima edición también, 2019).
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