Opinión
El visionario
Hay tipos que se engalanan con alamares de un Napoleón, pero lo único que inspiran es la tibia imagen de un cabo furriel. Me gustaría que Elon Musk evocara en mi imaginación a los grandes visionarios de la historia, pero a lo único que me recuerda es a los villanos de James Bond. Elon Musk pertenece a esa dinastía de individuos que piensan que sus sueños son los de la humanidad. Una intuición que redibuja su figura en las pobres dimensiones del egocentrismo de los niños, esas criaturas que dan más importancia al chocolate de la merienda que a la cena. Elon Musk, el millonario de los millonarios, es como Howard Hughes, que consideraba que revolucionar la aeronáutica era diseñar el avión más grande. Un chaval que continúa jugando con las fantasías que rodearon la soledad de la infancia, lo que hacen de él un individuo idóneo para poblar una película de Steven Spielberg. Sus grandilocuencias no poseen el voltaje de Bill Gates y Steve Jobs, que trajeron conceptos que han modificado la deriva del mundo -si alguna vez tuvo una-, aunque solo fuera por la pretensión de encerrar el conjunto de la música universal en un iPod, ese jurásico tecnológico que auguraba Spotify. El horizonte intelectual de Elon Musk es de una mayor proximidad, más cercano al de un Julio Verne. Consiste en una implementación de viejas predicciones: su Hyperloop es un escalón más de la carrera ferroviaria, los coches eléctricos son el desarrollo de una vieja clarividencia y su aspiración del hombre como ser «interplanetario» es una aventura que proviene de Cyrano de Bergerac, cuando los poetas soñaban que podían caer a la Tierra seres procedentes de la Luna. Sus viajes espaciales no dejan de ser una empresa de aleros y merindades turísticas. Su revolución no proviene de su lucidez, sino de una chequera capaz de cambiar la corriente de los océanos y hacer de la anécdota, categoría. Está bien, siempre que a Moisés no le dé por convertirse en Spectre.
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