Historia

La Villa, la Corte y la limpieza de la ciudad de Madrid (I)

En 1561, nunca antes había habido tanta gente y, por ende, tanta porquería en Madrid la ciudad. Los regidores tomaron cartas en el asunto

Cuadro de Madrid del Marqués de Santa Cruz/Duque de San Carlos
Cuadro de Madrid del Marqués de Santa Cruz/Duque de San CarlosLa Razón

Suele decirse que un de las grandes diferencias de una ciudad preindustrial occidental con respecto a una actual radica en que el hedor de aquellas urbes nos resultaría insoportable, tanto como el ruido de las nuestras enloquecería a los habitantes de aquellas. A tal aserto no le falta razón: la historia del perfume y del coste por la reducción del ruido callejero son dos temas apasionantes vinculados al proceso civilizatorio que nos ha traído hasta aquí.

No sé por qué hoy me apetecía pensar en voz alta, e incluso escribirlo por si te interesara –despreocupado lector– sobre el asunto de la limpieza de las calles en Madrid allá por el siglo XVI (¿será porque paseo a diario por el Barrio de las Letras?). Mas como el tema es inabarcable para las palabras contadas que han de tener estas páginas, que no son actas de un Congreso, digo que como el tema es inabarcable, he pensado que tanto para ti, como para mí podría ser instructivo que me circunscribiera a unas cuantas verdades incontestables del asunto este del hedor, la limpieza y la gestión municipal, pero entre 1561 y 1565 tan sólo. En definitiva, voy a hablar, de nuevo, sobre el marasmo que supuso para la Villa de Madrid el establecimiento de la Corte en la primavera de 1561.

A la Villa acudieron cortesanos y a su sombra aparecieron proveedores, albañiles y otros oficios viles y mecánicos. Con ellos, sus animales domésticos y tras todos ellos, legiones de inmundicias.

Nunca antes había habido tanta gente y por ende tanta porquería en Madrid. Presión demográfica, falta de consciencia de pertenencia por tratarse de movimientos demográficos, y novedad en la aludida gestión del problema, eran los componentes perfectos para que la novedad ahogara a las normas de la tradición, de lo conocido.

Durante unos meses (desde junio de 1561 a enero de 1562) la ciudad fue convirtiéndose en un vertedero, o en un estercolero: en sesión municipal de 19 de enero de 1562 se hicieron eco de que había que remediar tanta porquería. Los regidores pensaron senatorialmente en que «teniendo consideración a cuanto importa al ornato público y a la salud de todos los vecinos y moradores de esta villa de Madrid la limpieza de las plazas y calles públicas, y viendo cuan sucias están», amén de la falta de presupuesto para remediar el asunto porque les cogía desprevenidos, decidían que había que redactar «las ordenanzas que le pareciere que para el remedio de lo susodicho». Redactadas, se presentarían ante el Ayuntamiento para su aprobación y se enviarían al Consejo Real para su confirmación y aprobación. O lo que es lo mismo, el Consejo Real sería el que sancionara las ordenanzas de la limpieza que quedaba maniatada hasta que recibiera respuesta de Palacio.

No había transcurrido un mes desde que se hubo hecho ese encargo, cuando el regidor comisionado, Diego de Vargas, presentó un «cuaderno de ordenanzas», o sea, el borrador de las ordenanzas «las cuales son para remedio de los fuegos cuando acaecen, y para el examen de los carpinteros, albañiles y yeseros y tapiadores y ladrilleros y caldereros y cerrajeros y herreros y chapuceros y para la limpieza de las calles», que de todo ello pululaba y abundaba por Madrid. El Ayuntamiento las aprobó y las remitió al rey, en la esperanza de que les diera el visto bueno. Pero mientras tanto, se encargó que se hicieran unos «chirriones» para ir recogiendo la suciedad. La Corte llevaba más de medio año y un invierno y no había carros bastantes para su la limpieza de las calles de la ciudad que la albergaba. Ni carros, ni otras muchas cosas: fascinante problema el de la inadecuación o desequilibrio entre la realidad de la presión demográfica y la falta de reacción, o de tecnología para cubrir sus demandas.

Al mes siguiente mientras se aprobaban o no esas ordenanzas, pero comoquiera que la porquería seguía en aumento, se ordenó invertir en la limpieza de Madrid, villa con unos diez mil habitantes, 200 ducados de oro (aprox. 35.000 euros). No creo que aspiraran a tenerla como una patena.

Hubo cambio de Corregidor. El nuevo sufrió la suciedad de las calles. Ordenó que se hicieran ordenanzas. Se le advirtió que las había hechas, pero que estaban pendientes de aprobación en el Consejo Real. No obstante lo cual, indicó que se hicieran una nuevas (ambas ordenanzas se volvieron a mandar juntas en verano al Consejo para su sanción). Discutieron los regidores sobre si se podían aplicar las primeras aunque no estuvieran aprobadas. Todos tuvieron brillantes apreciaciones, como si de una junta de aprobación se tratara, y mientras tanto la porquería crecía y crecía. El uno dijo a y el otro b; hasta un tercero comentó que un consejero real le había dicho que… Se pidió que se votara, pero después de que abandonaran la sala los que no fueran del Ayuntamiento. El galimatías era monumental. Como una junta de vecinos, o de cualquier institución en que no se ventila propiamente lo que se discute, sino las redes de pertenencia a grupos de poder.

Se incrementó el presupuesto para limpiar la Villa a unos cien mil euros.

Por fin, el 20 de julio de 1562 se recibió notificación del Consejo Real: no se aprobaba ninguno de los borradores presentados por Madrid, sino que el rey (su Consejo) había redactado unas ordenanzas nuevas. Como el asunto era importante, y estaban en verano, «se mandó que para mañana martes a las siete de la mañana se llame a todos los regidores que hay en esta villa» para discutir sobre el asunto. Madrid, verano de 1562, más de 10.000 habitantes. No se había tomado ninguna resolución sobre la limpieza de la ciudad.

El martes de marras el portero municipal dio fe que había convocado entre pecheros (tercer estado, desde boticarios, a cereros, mercaderes, o tundidores) y caballeros a casi setenta personas. La sola fe dada por el portero era suficiente para creerle. No necesitaron burofaxes, ni acuses de recibo. Iban a hablar de algo serio, sin hacer trampas a la hora de votar (Continuará).