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Opinión

Cincuenta años después

Esta es una nación de mucha disparidad porque en el fondo se hastía muy pronto de todo

Constitución Española Congreso de los Diputados

España es un país de regateadas paciencias, que necesita la agitación del contraste, la barahúnda de los cambios porque es en esa trifulca donde le aflora la identidad. Esta es una nación de mucha disparidad porque en el fondo se hastía muy pronto de todo y se aburre, lo que, quizá, explique que un día sea afrancesado y a la mañana siguiente salga a defender a Fernando VII o, lo que es igual, que se acueste monárquico y se levante republicano. Esta es una ciudadanía que se renueva en el contrapunto, en lo opuesto, en lo contrario, algo que aclara que nos apliquemos con semejantes entusiasmos a la contención de Semana Santa como al desenfreno de carnaval. De la seguiriya a la chacota.

Hace cinco décadas iniciábamos la andadura que nos conduciría a esta democracia subidos a un carrusel de ilusiones, esperanzas y todo un abanico de inocencias. Cincuenta años después, como que ya estamos un poco hartos del megaorden constitucional y volvemos a echar de menos que venga el alboroto de la historia para que nos lo desmelene todo un poco y estremezca nuestras carnes con algún aventurerismo.

De aquella democracia que encendía pasiones libertarias y callejeras, que alentaba a los cojos a subirse a las farolas y a tomar de fuentes urbanas con una revolución de destapes, hemos pasado a una democracia deshuesada de entusiasmos y también un poco anémica de propuestas. Las democracias también se vacían, como sucede con el cubo de la fregona, y ahora resulta que discurrimos por una democracia a la que se le ve el fondo de plástico.

Aquella democracia proyectada en los setenta venía a la imaginación con un apogeo de promesas y horizontes, pero también de insinuaciones y de tentaciones, lo que daría ese «boom» de movidas madrileñas que recorrería el país y que acabaría con el follón ese de tener que rellenar de gasofa el depósito del coche para ver lo último de Bertolucci en Francia, porque el franquismo también consistía en eso, en ver cine italiano en francés.

Aquel verano de promesas ha dejado paso a este otoño democrático, que ha reemplazado los programas políticos por eslóganes, y a los que hacían de la «res publica» una cosa común, por unos aventajados que solo reconocen en lo público la comparsa del beneficio propio y el autobombo. Lo político se ha sustituido por un estrellato de popularidades. Esto se ha ido deteriorando, como sucede con los matrimonios colmados de convivencia, lo que se ve en la judicialización de lo político, que el diálogo haya derivado en gresca partidista y que las elecciones sean mero electoralismo. ¿Y lo del ciudadano? Pues a saber... Ahora la alegría la ponen los hooligans de la polarización, con sus credos con aroma a siglo XX, que arrastran a mucha peña fervorosa de que la historia traiga épica, acción, leyenda, y acabar con la monotonía, el insustancial aburrimiento.