Opinión
Robert Redford, el mito tranquilo
Era la serenidad de los que se desenvolvían en empedrados dificultosos y que no necesitaban cine de acción para ser unos tipos de película
Robert Redford nos ha dejado una cinematografía de héroes marginales que habitaban las territorialidades de lo prohibido y lo fronterizo. Las películas aún no requerían de la presencia de multimillonarios enmascarados, alienígenas con capas y otros tantos Iron Man o Capitán América de mallas ajustadas y estrellados escudos. Nuestra imaginación, se ve, entonces todavía era capaz de defenderse en lo épico que descansa en lo ordinario sin recurrir a misticismos tecnológicos, tipos que trepan por las paredes o malvados inviables, imposibles de aceptar en ninguna fantasía algo higienizada y puesta en orden.
Los personajes de Redford provenían de esa masa confusa y abundante que es la gente corriente, o sea, de nosotros, que es justo por lo que se ha dejado de apostar desde lo audiovisual; debe ser que los tipos ordinarios ya no interesan. Pero, quizá por eso, he sentido al actor algo próximo, muy próximo a mis lindes, a los avatares y zarandeos de mis confusas vitalidades, que parecen propias de un flâneur, pero que solo es puro extravío y pérdida. El atractivo que me ejercían sus personajes es que acababan fraguando vidas extraordinarias, de esas que se envidian, y la envidia siempre es muy develadora de uno, porque hay implícito en ella el reconocimiento de un deseo anhelado, pero sobre todo de un deseo frustrado.
Esto es lo que me ha sucedido con el forajido Sundance Kid; el bateador Roy Hobbs; el cazador Dennis Fitz Hutton, y su Bob Woodward, que desafiaba los salones ovales del poder desde las orillas de un rotativo, o Jeremiah Johnson, conquistador de su destierro voluntario y ejemplo de unas soledades que uno siempre ha imitado más por coincidencia que por imitación. Unos tipos que, bien mirado, estaban fuera de las formulaciones morales habituales y que iban como desparejados de su época y sus contextos.
Uno, que ha sido mucho de montarse la filmoteca en el salón de casa, a poder ser en esas nocturnidades desprovistas de tutelajes paternos, ha ido contagiándose la personalidad de las independencias y las soberanías que gobiernan en estos personajes, lo que me ha ayudado a evitar pobres influencias y a escapar
de esas adiposidades pasajeras que resultan las modas adolescentes y las comodidades de grupo. Así que a uno le ha salido una personalidad despojada de modelos, muy ensismaloide, como a contramano de todo, y con una actitud que se maneja bien en lo individual y sus paisajes colindantes. Lo que molaba de esos personajes que encarnaba Redford era la serenidad de los que se desenvolvían en empedrados dificultosos y que no necesitaban cine de acción para ser unos tipos de película.