Opinión

Escuchar a Cristo, ante todo

El domingo pasado quienes participaron en la Eucaristía recordarán que leímos el Evangelio de la Transfiguración, en el que, entre otras cosas, pudimos atender la voz del cielo, del relato evangélico, que decía: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo». Somos, sin duda, nosotros, los cristianos, en primer lugar los que tenemos necesidad de escuchar a Cristo, el Hijo amado, y convertirnos a Él. Es lo más santo, lo más sagrado en sí y para nosotros; y por eso lo ofrecemos, no lo imponemos.

Lo anunciamos y testificamos con sumo respeto a otras convicciones; pero exigimos el respeto a las nuestras. Sí, exigimos ese mismo respeto a las nuestras. Sin el respeto a lo que es lo más santo para los otros no hay paz verdadera ni auténtica convivencia.

Allá donde se quiebra ese respeto, algo esencial se hunde en la sociedad. En nuestra sociedad actual se reprueba, gracias a Dios, a quienes escarnecen la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se reprueba también, con toda razón, a quien denigra el Corán y las convicciones básicas del Islam.

Se reprueba, igualmente con todo acierto, a quienes escarnecen y denigran las distintas religiones, excepto una: la católica, la Iglesia católica. (¡Qué ejemplo, por cierto, tan hermoso dieron la semana pasada distintas confesiones religiosas y cristianas reclamando unidas, en un espléndido comunicado. ¡Gracias, hermanos, de las distintas religiones y confesiones cristianas!).

En cambio algunos, sin duda ignorantes, cuando se trata de Cristo y lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de expresión se convierte en el bien supremo, y limitarlo, piensan algunos sobre todo de los medios de comunicación social, pondría en peligro o incluso destruiría la tolerancia y la libertad.

Pero la libertad de expresión tiene sus límites en que no debe destruir el honor y la dignidad del otro; no es libertad para la mentira o para la destrucción de los derechos humanos incluido el derecho a la libertad religiosa.

Aquí, es más, hay un auto odio que sólo cabe calificar de patológico, de un Occidente, de una España, que sin duda trata de abrirse comprensivamente a valores ajenos, pero no se quiere a sí mismo; que no ve más que lo cruel y destructor de su propia Historia, pero no puede percibir ya lo grande y puro que hay en ella.

Para sobrevivir Europa, España... necesita una nueva aceptación –sin duda humilde–. A veces el multiculturalismo que, con tanta pasión se promueve es ante todo renuncia a lo propio, huida de lo propio.

Eso supone salir con respeto al encuentro de lo que es sagrado para el otro; pero es algo que sólo podremos hacerlo si lo que es sagrado para nosotros, Dios, Jesucristo, no nos es ajeno para nosotros mismos.

Si no lo hacemos, no sólo negaremos la identidad de Europa, de España, sino que dejaremos de hacer a los otros un servicio al que tienen derecho.

Por eso reclamamos y exigimos el respeto a ese derecho fundamental de la libertad religiosa, que está en la base del respeto a la persona, a lo más sagrado de la persona, sin el que no puede haber una sociedad con verdadera y real convivencia.

«Algunos han hecho una relectura de la Historia a través del prisma de ideologías reductoras, olvidando lo que ha aportado el cristianismo a la cultura y a las instituciones del continente: la dignidad de la persona humana, la libertad, el sentido de lo universal, la escuela y la universidad, las obras de solidaridad.

Sin infravalorar a las demás tradiciones religiosas, al contrario valorándolas altamente, es un hecho que Europa, que España, se afirmó al mismo tiempo en que era evangelizada. y es un deber de justicia recordar que, hasta hace poco tiempo, los cristianos, al promover la libertad y los derechos del hombre, han contribuido a la transformación pacífica de regímenes autoritarios, así como a la restauración de la democracia en Europa central y oriental» (Juan Pablo II, a los Diplomáticos ante la Santa Sede, 12 de enero, 2004).

En todo caso, y por encima de cualquier otra consideración, lo propio de la Iglesia y de los cristianos es «escuchar a Cristo», acogerle, seguirle y anunciarlo, darlo a conocer a los demás con su método propio que es el diálogo, el ofrecimiento de la verdad, el testimonio, no la imposición ni el poder, ni la manipulación o la instrumentalización. En eso estamos, y es lo que nos preocupa; al que escribe este artículo, a mí, es lo que más me preocupa y no lo que traten de imponernos o imponerme algunos «profesionales» de la comunicación.

Y ya saben por qué lo digo.