Opinión

Autoindulgencia

La Fundación John S. and James L. Knight y la empresa demoscópica Gallup han preguntado a 3.000 estudiantes universitarios de Estados Unidos si temen por la libertad de expresión en los campus. Si valoran más el blindaje de la llamada «inclusión»: políticas destinadas a proteger los derechos y sentimientos de las minorías, incluida la creación de «espacios seguros». Pero, y aquí viene el lío, qué entienden por seguro y hasta qué punto ese amparo no avasalla el debate e, incluso, el derecho a la ofensa, incómodo aunque imprescindible ingrediente del pensamiento crítico. Asusta, si crees en la libertad, si prefieres la libertad a la ingeniería social, que el 53% de los estudiantes apueste por la «inclusión» frente a un 46% a favor de la libertad de expresión. Como recuerda Niraj Choskhi en «The New York Times», «casi dos de cada tres estudiantes negros, mujeres o demócratas favorecen la “inclusión”». Esto es, las víctimas, o al menos quienes consideran que pertenecen a un colectivo secularmente puteado, eligen la tutela antes que la plena autonomía... y sus peligros. Lo explica la brava feminista Camille Paglia, enfrentada a las feministas de la tercera ola que discurrieron la huelga del 8-M: de alguna forma los estudiantes, y especialmente las estudiantes blancas de clase media/alta, anhelan que el mundo sea una extensión del cuarto de estar de sus padres: amable, acogedor, tolerante y seguro. No quiera el cielo que nuestros jóvenes descubran que el mal existe y que el mundo no siempre es bello. Al angustioso empeño por crear y amamantar víctimas, inherente al oleaje posmoderno, tuétano de las políticas identitarias y de género, añadan el cinismo de unas carísimas universidades que tratan al estudiante con la lisonja debida al cliente, y el cliente, ya saben, paga y manda. Que semejante cóctel, entre victoriano y posestructuralista, entre naif y anticientífico, amenace con ser el pensamiento hegemónico entre los jóvenes provoca cierta melancolía. Hace ya dos años que Stephen Fry, el gran actor, denunció el infantilismo de nuestro tiempo. «La compasión por uno mismo», dijo, «es el sentimiento más feo la de la humanidad». En apenas unos minutos fue bombardeado por la internacional de la autoindulgencia, implacable protectora de una magnanimidad reservada a su divino ombligo y al delirio de un mundo perfecto a costa, si fuera menester, del propio mundo.