Opinión

La calle es mía

Durante el debate sobre las pensiones celebrado en el Congreso esta semana, Margarita Robles opuso «las cifras» (de las que estuvo plagada, efectivamente, la intervención del Presidente del Gobierno) a «la realidad», de la que la portavoz del PSOE se autoproclamó la representante. Detrás de esa realidad no cuantificable está, como es fácil suponer, la vida misma, los hechos palpitantes que sabemos por intuición, ciencia infusa, en cualquier caso de una forma que está más allá de cualquier comprobación. Sobre la oposición cifras-realidad, hubo otra, que es la que contrapone las instituciones a la calle, término que apareció una y otra vez en la sesión, a cargo siempre de los representantes de izquierda. No parece importar que todos estén en el mismo Parlamento y que hayan llegado allí gracias a un mismo sistema de garantías democrático y liberal. Lo que cuenta es ese otro don que es monopolio de la izquierda: el contacto íntimo con lo que antes se llamaban las masas, las masas populares, y ahora se denomina la gente o, para los más veteranos, como Robles, la calle.

Y es ahí donde ha vuelto la izquierda, luego de que la deriva nacionalista catalana haya tenido efectos deletéreos en sus expectativas electorales. Volvemos a los asuntos sociales, lo cual es lógico, pero no en las instituciones, sino en ese espacio mítico que la izquierda pretende monopolizar como en su día lo hizo Manuel Fraga.

Empezamos con las pensiones, con unos cuantos miles de manifestantes convertidos por arte de magia en representantes de los más de nueve millones de pensionistas que hay en nuestro país. Seguimos con el feminismo, con un paro simbólico y una nutrida manifestación en la que se expresó un malestar difuso, pero palpable ante la persistencia de actitudes discriminatorias. Y pasamos a la irrupción violenta de los militantes de ultraizquierda para protestar por un bulo inventado a partir del desgraciado fallecimiento de un inmigrante sin papeles.

Son motivos muy distintos. El tercero es un modelo de manipulación, lo que hoy se llama «fake news», en el que se utilizan las redes sociales para movilizar una reacción inmediata. El primero, el de las pensiones, se basa también en la desinformación, pero intenta además aprovecharse de los temores de un grupo fragilizado por la dependencia. El de la protesta femenina reúne, por su parte, elementos difíciles de concretar, de orden más cultural y de costumbres que estrictamente político: de ahí su éxito.

En el fondo de esta ofensiva se encuentra la debilidad parlamentaria del Gobierno del Partido Popular, al que se intenta acorralar con asuntos en los que la izquierda –es decir, socialistas y podemitas– sigue creyendo que son suyas. Tampoco hay que descartar la voluntad de provocación, ya sea en las manifestaciones o en el terreno de la comunicación.

Aun así, estos éxitos se pueden transformar con facilidad en fracasos. La agitación en la calle devuelve a la izquierda –en particular a Podemos, pero por lo visto también al PSOE– a su mitomanía nostálgica de la Revolución, la toma del poder por medios no democráticos, la reinvención del pueblo como sujeto subversivo y justiciero. En eso mismo está el peligro. O se toma el poder de verdad, algo que resulta imposible por ahora, o se irá al fracaso político en las siguientes elecciones, como viene ocurriendo desde el legendario mayo del 68 –que estamos celebrando anticipadamente– hasta el levantamiento del 15-M que trajo la marea popular de 2011. Sin contar con la paradoja de que son los mismos los que llaman a tomar la calle y los que ocupan las instituciones, como ocurre en la ciudad de Madrid.

Es imposible que quien está detrás de estas movilizaciones desconozca esta historia y los riesgos políticos que está asumiendo. Por eso, lo que tal vez explique todo este movimiento sea aquello mismo a lo que el surgimiento del populismo –de izquierdas o de derechas– apunta: el colapso definitivo de la izquierda, incapaz de imaginarse a sí misma como una alternativa de gobierno plausible en nuestro país. Así es como se escenifica de nuevo, compulsivamente, el Gran Mito revolucionario y se vuelve a tomar la calle, como en un simulacro de ceremonia religiosa de la que se esperan efectos mágicos, ajenos a cualquier racionalidad (las dichosas cifras...). Lo importante no es conseguir mejoras ni preservar las ya logradas. Lo que cuenta es la pura afirmación de la izquierda como tal, sin más. De paso, se traen hasta al presente los recuerdos de una historia que no se es capaz de dejar atrás. La «calle» devuelve a quienes aspiran a ocuparla al terreno de lo imaginario y al pretérito de todas las ilusiones. Da igual. Esa embriaguez lo vale todo.