Opinión

Robots y ladrones de cuerpos

Toca a los reguladores discernir cómo manejaron los perfiles de Facebook en Cambridge Analytica. Si hubo una quiebra de la confianza o, peor, de la ley. Si la gente, por más que no diera su permiso, cayó en la mullida trampa del selfie. Convencida de que nadie husmearía en unas biografías abiertas como melones. Luego de varios días de caída libre y pánico bursátil, con los gurús del apocalipsis exigiendo cabelleras y la peña grillada, Mark Zuckerberg acudió a CNN para explicarse. Pidió disculpas. Prometió más controles. Habló del ejército que ya patrulla Facebook. Admitió la dificultad de vigilar a 2.000 millones de usuarios. Como escribió Chris Cillizza en CNN, la enormidad de Facebook lo ha hecho «omnipresente en la vida estadounidense. Pero esa ubicuidad también hace que sea imposible –no virtualmente imposible, no: realmente imposible– de vigilar por completo». Dicho de otra forma. Controlar el día a día de 1 de cada 3 seres humanos en el planeta suena a chifladura irrealizable. A promesa distópica y delirio. No hay forma de evitar el caos. La proliferación de bulos. Las marejadas de fake news. Las galernas de detritus en semejante enormidad. Otro asunto será que los hipotéticos bots, los espías rusos, los falsos perfiles y los propagadores de trolas posean la capacidad real, no teórica sino contante, de alterar el voto de una mayoría suficiente para voltear las elecciones. Lo dudo. Lo dudo y me jode. Me incordia porque supone alinearse, aunque sea oblicuamente, con las tesis de Donald Trump. Pero ojo. Una cosa es recelar de las explicaciones conspirativas y esos siniestros enanos que manejan los hilos con ahuecada voz de Bela Lugosi/Martin Landau en Ed Wood. Otra, muy distinta, dudar de que el Kremlin trató de influir en los comicios de 2016 o que Trump fuera un candidato mucho más apetecible que Hillary. El exhibicionismo contemporáneo y el panal del Big Data multiplican las oportunidades de quienes aspiran a conocernos hasta la empuñadura. Cuesta más tragar con la creencia de que los electores del rubio impresentable bailaban poseídos por el carisma invencible de los ladrones de cuerpos. Como si la naturaleza humana necesitara de ovejas eléctricas y refinados androides para hacer el primo y enamorarse del primer charlatán aupado frente a un micro.