Opinión

El Cristo perdido

En la iglesia de mi pueblo, ahora derruida, entrando a la derecha, cerca de la pila del agua bendita, había un altarcillo cubierto con un mantel bordado, y, sobre él, una hornacina con un gran Cristo de madera oscura. Docenas de generaciones lo habían venerado.

En cierta medida, era, con San Bartolomé, el vecino más antiguo y respetado.

Mi abuelo acostumbraba a colocarse siempre a sus pies, en el banco de al lado. Solía llevarme con él de la mano cuando yo era muy pequeño.

A mí entonces me asustaba el volteo de las campanas, que en Semana Santa enmudecían en señal de respeto. Entonces los monaguillos invitaban a todo el vecindario a los oficios tocando las carracas por las calles. A la luz amarilla de las velas del Cristo la calva de mi abuelo brillaba como la patena. Sólo allí, ante el Cristo exánime, se quitaba la boina.

En Semana Santa esta capilla del Cristo albergaba el corazón del monumento. El pequeño sagrario dorado aparecía rodeado de flores y de cirios. El monumento ocupaba todo el presbiterio, convertido en un misterioso escenario teatral en cuyo interior se desarrollaba, a los ojos de un niño como yo, el mayor drama de todos los tiempos.

Construido con paneles de tela, pintada con un extraordinario realismo, destacaban en él dos enormes centuriones romanos que custodiaban el arco de entrada. El monumento corrió mejor suerte que el Cristo y se conserva, adornando las paredes de la escuela vacía. ¡Cualquiera sabe adónde habrá ido a parar el Cristo! Puede que esté hecho añicos y podrido, como un grano de trigo, bajo los escombros. Confío en que unas manos piadosas lo rescataran en su día, cuando se derrumbó la iglesia. Tampoco sería extraño que lo hubieran robado y haya caído en manos de anticuarios desaprensivos.

El recuerdo del Cristo desaparecido de mi infancia se me antoja una buena metáfora de lo que ha pasado en España desde entonces.

La increencia avanza y pocos cristianos parecen dispuestos a salir en busca del Cristo perdido. ¿O acaso el Cristo se ha escondido? Eso piensa Unamuno: «¿Por qué te escondes? / ¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia / de conocerte, / y el ansia de que existas, / para velarte así a nuestras miradas? ¿Dónde estás, mi Señor, acaso existes? / ¿Eres tú creación de mi congoja, / o lo soy tuya?».