Opinión
«Aquarius»
Venturosamente el drama de la nave «Aquarius» ha tenido un final positivo y los náufragos han llegado a un puerto donde han sido acogidos con calor y solidaridad. Es una noticia que no puede no causar alegría al comprobar que la bondad del ser humano resiste al acoso de la indiferencia y del egoísmo. Pero sería ingenuo pensar que el problema se ha resuelto. En el próximo futuro, en los días inmediatos, otros hombres, mujeres o niños desesperados se embarcarán con la esperanza de huir de la guerra, el hambre, las catástrofes naturales o la explotación. Algunos, tal vez muchos, morirán ahogados o se verán rechazados. Las estadísticas así lo confirman. El Papa Francisco, y con él la Iglesia, consideran las migraciones uno de los problemas más angustiosos de nuestro tiempo. Bergoglio no deja de repetirlo. Estos días, cuando el «Aquarius» surcaba las aguas del Mediterráneo, afirmó: «No podemos dejar a la merced de las olas al que abandona su tierra hambriento de pan y de justicia». Pero la suya no es una voz solitaria. Días antes el Secretario de Estado Cardenal Parolin, sin entrar a juzgar la negativa del gobierno de Roma a permitir al «Aquarius» atracar en uno de sus puertos, insistió en que el papel de la Iglesia es «recordar los principios de humanidad y de fraternidad, los únicos que garantizan una armoniosa vida de relación».
Pero las buenas palabras no bastan. Es necesario pasar a los hechos, remangarse y ofrecer cada uno, según sus posibilidades, la ayuda a quienes tienden sus brazos hacia nosotros pidiendo ser rescatados de las aguas y acogidos con generosidad. No podemos olvidar la palabra de Cristo: «Era forastero y no me acogisteis».
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