Opinión
La nueva reforma fiscal de Trump
La reforma fiscal de Donald Trump es criticable, en esencia, por no haberse ejecutado de la mano de una fuerte reducción del gasto público que haya permitido equilibrar el presupuesto, esto es, que vaya a evitar la acumulación de nueva deuda pública en una economía ya altamente endeudada. Pero, desde luego, la rebaja tributaria no es criticable en sí misma: al contrario, aliviar la carga impositiva que pesa sobre los ciudadanos estadounidenses resulta enormemente importante para incentivar el trabajo, el ahorro y la inversión productiva. Tan convencida está parte de la sociedad estadounidense de las bondades de los impuestos bajos que el Partido Republicano ya está pensando en aprobar una nueva ronda de reducciones tributarias para la segunda mitad de la legislatura. Como ya hemos indicado, un posible nuevo plan de recorte impositivo podría –y debería– ser criticado por el nulo compromiso con la estabilidad presupuestaria que acreditaría; pero, al mismo tiempo, también podríamos –y deberíamos–resaltar cuáles son las principales virtudes de este nuevo plan.
Por lo que se ha filtrado hasta el momento a la prensa, ¿cuál sería el objetivo de esta nueva rebaja? Mejorar la tributación de las rentas del capital, esto es, de los rendimientos de las inversiones reales y financieras dentro de la economía estadounidense. En particular, los republicanos pretenden que, al calcular la base fiscalizable de los dividendos, intereses o plusvalías, se tome en consideración el IPC. Por ejemplo, si un inversor compra un paquete de acciones a 100 dólares y, al cabo de un año, las vende por 110, actualmente tendría que pagar impuestos por la ganancia de 10 dólares. Sin embargo, si la inflación durante ese período hubiese sido del 10% y la reforma republicana ya estuviera en vigor, no se consideraría que el inversor ha obtenido ganancia fiscal alguna y, por tanto, no pagaría impuestos –dado que 110 dólares al final del año son equivalentes a 100 dólares a principio del ejercicio debido a la inflación–. Semejante reforma tributaria sería enormemente acertada. Primero, porque mejoraría la fiscalidad del ahorro, lo que contribuiría a que la economía estadounidense acumulara más capital y, en última instancia, se volviera más productiva.
Segundo, porque sería de justicia: a la postre, considerar ganancia patrimonial lo que no es más que el efecto de la depreciación de la moneda equivale a cobrar impuestos sobre la inflación. Y eso –cobrar impuestos sobre la inflación a costa de erosionar la acumulación de capital– es lo que vienen haciendo la mayor parte de los ordenamientos impositivos occidentales hasta la fecha. De ahí que, si finalmente terminase prosperando su tramitación parlamentaria, los planes de Trump podrían acabar teniendo otro beneficioso efecto secundario: servir como ejemplo de reforma tributaria al resto de economías desarrolladas. Ya basta de machacar impositivamente a los ahorradores de un país: el ahorro es la base de la prosperidad futura y, como tal, deberíamos protegerlo frente a la voracidad gubernamental. Ojalá EE UU saque adelante esta reforma y, después de él, todos los demás ordenamientos fiscales del planeta.
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