Opinión
Pablo VI
El Papa Francisco realizó ayer una de sus más queridas aspiraciones: canonizar a Giovanni Battista Montini, el hombre que rigió los destinos de la Iglesia entre 1963 y 1978 con el nombre de Pablo VI. Lo hizo ayer domingo con una solemne ceremonia celebrada en la Plaza de San Pedro ante decenas de miles de fieles. Entre los asistentes se encontraban una docena de delegaciones de diversos países; la de España la presidía la Reina Doña Sofía y de ella formaba parte, entre otras personalidades, el ministro de Cultura de nuestro gobierno, José Guirao. A mi parecer fue casi como un gesto de desagravio hacia un pontífice escarnecido por la propaganda del antiguo régimen que se empeñaba en presentarle como un enemigo de España. Era un disparate que no se tenía en pie y sólo la obstinación de una derecha que no se resignaba a desaparecer podía sostenerla. Pablo VI amaba a España y así se lo demostró en múltiples ocasiones al que fue en aquellos años nuestro embajador ante la Santa Sede, don Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate. No sólo la amaba, sino que propició la ineludible transformación de nuestra Iglesia y de nuestra sociedad facilitando la transición de un régimen autoritario a la democracia. Pero además de eso, como ayer proclamó Francisco en su homilía, fue el «sabio timonel del Concilio» y el «profeta de una Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de los pobres». Un Papa, en pocas palabras, que asumió la «modernidad» en el sentido más noble de la palabra y que «gastó su vida por el Evangelio de Cristo». Por eso ha merecido ser proclamado santo.
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