Opinión
Lo sabemos. Lo sabían
Sabemos dónde llevan las ideologías basadas en el odio. Lo sabemos ahora y lo sabían hace 80 años cuando se exterminaba a seres humanos en campos de concentración, aunque algunos intentaran maquillar la pasividad que mostró el mundo ante la aberración nazi diciendo que desconocían lo que allí pasaba. Lo sabían, como conocían el Gulag de Stalin. Pero cuando no interesa saber, se mira hacia otro lado, y ese silencio es muchas veces peor que el ruido del odio porque lo mantiene vivo y lo hace crecer hasta que se va de las manos. El odio es incontrolable y, como el monstruo de Frankenstein, acaba teniendo vida propia para volverse contra su creador.
Hace días, un grupo de personas increpó a Ortega Lara gritándole «Vuelve al zulo», porque el hombre que estuvo 532 días secuestrado por ETA decidió, en todo su derecho, acudir al acto de un partido político. El odio primero se verbaliza y esa palabra enciende la mecha de la infamia. Sin verbo no hay acción. Quien quita hierro a esos vómitos semánticos se asemeja a quien se encubrió en el falso desconocimiento para no evitar el extermino judío durante el nazismo o la existencia de gulags en la Unión Soviética. El odio es corrosivo, nunca desaparece. Permanece durmiente hasta que una chispa lo prende, y despierta. Es un virus inoculado en el ser humano, una dolencia crónica. No es cosa del pasado. Nos lo recuerda el superviviente del Holocausto, Elie Wiesel: «Hay que advertir a la gente de que estas cosas pueden suceder, que el mal puede desencadenarse. El odio racial, la violencia y las idolatrías todavía proliferan». Y lo sabemos.
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