Opinión

Perder

Merece la pena escrutar los rostros de la derrota política. Fijarse bien, justo en ese momento en que los protagonistas salen a escena, después de unas elecciones, a admitir que han perdido. Que, en la carrera de relevos que es la democracia, han extraviado el bastón que les permitía encabezar la marcha. Y que han pasado el testigo... a su enemigo. Esos rostros son una oda melancólica al placer de gobernar, y al tormento de no poder hacerlo. Porque mandar es un verbo que solo se debería conjugar en presente de indicativo. O en imperativo, como mucho. Nunca en pasado, por perfecto que haya sido. Y, más que la cara de los líderes, hay que mirar las de quienes los rodean en ese instante agraz de aceptar en público que han perdido el palitroque del mando (o sea: que deben decir adiós al sueldecico fijo del Estado, con vacaciones pagadas y complementos, a la prebenda, al admirado e interesado respeto de sus vecinos, a la mini taifa administrativa, al quitar y poner afines y cuñaos en puestos que propician el engorde de carnes y carteras, al langostino nuestro de cada día...).

Que han sido desahuciados de un sillón mullido que ya creían suyo en propiedad. Debe ser durísimo dejar de ser quien manda para transformarse en forzoso obediente. Los que nunca hemos mangoneado nada, la borrosa plebe, los obligados tributarios que siempre acatamos (no nos queda otra), no podemos resistirnos al placer del espectáculo democrático de la pérdida, de la rendición, porque es uno de esos momentos sabrosos con que nos consuela y alimenta la democracia, para que sigamos teniendo fe en ella. No hace tanto, vimos cómo un partido que gobernaba no fue capaz, ni tan siquiera, de aceptar en público el descalabro de perder el trono del poder. Sus poderosos corrieron a esconderse, y sortearon como pudieron el penoso acto de la claudicación inmediata, para no tener que escenificarla. Porque perder el poder significa hoy, más o menos, lo que la capitulación antaño, cuando una fuerza política, militar o religiosa, admitía su derrota y entregaba el territorio bajo su mando al vencedor de una contienda. Ocurre que las sangrías ya no son de sangre, sino de votos (menos mal). Pero la lucha es la misma de siempre.