Opinión
4.0..
Sigo, atenta, lo que ocurre en Francia. Tengo un gran respeto y admiración por el país vecino. Me gustan su cultura y su lengua, y me apasiona su historia. Desde España, ensimismada en problemas de identidad, quizás no prestamos el debido interés a lo que sucede al otro lado de los Pirineos. Verdad que la Revolución Francesa (1789) fue posterior a la Revolución Americana (1765-1783). Desde cierto punto de vista ideológico, se suele despreciar ese enorme y significativo hecho. Pero, en fin, quien ha leído algo de historia sabe que Europa debería mirar a Francia. Los disturbios que están teniendo lugar últimamente, protagonizados por los llamados «chalecos amarillos» («gilets jaunes»), son síntoma de que algo ocurre. Y Francia, como en tantas ocasiones, es la primera en detectarlo. Los políticos han querido capitalizar ese movimiento furioso, hastiado y dispuesto a causar alboroto, protagonizado sobre todo (aunque siempre haya violentos vocacionales que se apuntan a todo) por una clase media sacrificada en aras de la globalización, que no soporta más el peso económico de la disparatada factura mundialista. El movimiento no tiene líderes: es espontáneo, masivo y caótico, de manera que ni Mélenchon, de Francia Insumisa, por la izquierda, ni Le Pen por la derecha, han logrado apropiarse de él. El filósofo Alain Finkielkraut alerta contra las «pasiones revolucionarias», pero también denuncia cómo las clases medias y populares están viviendo en un doble estado de inseguridad insoportable: la económica y la cultural. Se les exige pagar el coste de la transición ecológica, para abandonar los combustibles fósiles, con subidas abusivas de carburantes, sin ofrecerles a cambio alternativas o ayudas. Continúa la depauperización inclemente del más importante segmento de población, brutalmente esquilmado: la clase media trabajadora. No solo en Francia, también está pasando en España, y en el resto de Europa occidental: la clase media está siendo desposeída, anulada, privada de derechos, y esclavizada con impuestos que exceden su capacidad de sufrimiento y sacrificio. Se le exige un esfuerzo mayor que el que tendría que hacer después de una guerra. Los chalecos amarillos hablan el lenguaje de la rabia y el hartazgo. No son solo cuatro alborotadores de extrema izquierda, o derecha. Ya no se trata de indignación, como en el 15M, sino de la cólera furiosa de los perdedores. ¿«Sans culottes» 4.0...?
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