Opinión
Navidad
El mejor regalo es la sorpresa. Importa menos su precio o su calidad pero es imprescindible que quien lo recibe reconozca que no se lo esperaba. Y esa es hoy la gran dificultad cuando estamos acosados por un consumismo que nos ofrece todo de todo, hasta muchas cosas de las que no sabemos qué hacer.
Exactamente ese es el problema de la Navidad en este mundo de despilfarro y mundanidad en la que la hemos convertido. Nos colmamos de regalos; especialmente inundamos a nuestros pequeños con decenas de juguetes, golosinas, vestiditos, joyas y un largo etcétera. Hasta la saciedad.
Pero atraídos y subyugados por esta marea de atracciones más o menos banales nos olvidamos de la verdadera «sorpresa» de la Navidad. Lo recordó el Papa Francisco evocando la sorpresa de María y José obligados a un «cambio de vida inesperado» en Belén primero y después en Egipto. Sorpresa igualmente de los pastores, de los magos. «Si queremos vivir la Navidad
– dijo Bergoglio– debemos abrir nuestro corazón y estar dispuestos a las sorpresas, es decir, a un cambio de vida inesperado».
El Santo Padre añadió otra reflexión: «No será Navidad si buscamos los resplandores luminosos del mundo, si nos llenamos de regalos, comidas y cenas y no ayudamos, al menos, a un pobre que se asemeja a Dios porque en Navidad Dios es pobre». No, no se trata de esa «caridad» que nos tranquiliza la conciencia con una limosna o un gesto de compasión hacia un desamparado del que durante el resto del año nos desentenderemos y haremos como si no lo vemos. Es mucho más serio emprender un estilo de vida sobrio, solidario, más abierto a las necesidades de tantos hermanos nuestros que a satisfacer nuestros caprichos y vanidades.
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