Opinión

Auge y caída de un régimen

Adolfo Suárez, ya en el cantil de la muerte de Franco, sabía que iba a presidir el Gobierno del Rey, sucediendo al estólido Carlos Arias, y lo que tenía que hacer: pasar España de una dictadura personal a una Monarquía constitucional y representativa, por consenso y sin ruptura legal. La Gran Mudanza, hoy descalificada por parte de la clase política o ignorada por las nuevas generaciones. Suárez tenía aquel cambio por antonomasia escrito en un solo folio redactado por el también olvidado Torcuato Fernández Miranda, brillante jurista, preceptor del Príncipe Juan Carlos, ministro secretario general del Movimiento y Presidente de las Cortes ya con el Rey. Por aquel folio («de la ley a la ley») se hizo acreedor del Toisón de Oro y murió repentina y tempranamente en Londres en una metáfora de su amargura por sentirse minusvalorado y por incumplir Suárez su compromiso de ser el hombre de la Transición y retirarse y no proseguir aupándose al escabel de su legítimo protagonismo. Dos caracteres incompatibles que hubieron de cabalgar juntos. Pero aún antes de refrendar la Constitución del 78 lo que Suárez no sabía era como articular territorialmente el Estado. Una de las costuras que cerraban heridas históricas era el reconocimiento de las autonomías de la II República, con Estatutos inmensamente más descentralizadores y generosos: Cataluña, País Vasco, y por añadidura Galicia cuya autonomía no se votó en Cortes por la implosión de la Guerra Civil. El habilísimo Suárez no era un erudito y declaraba que el catalán era un dialecto del castellano pero tal era su intuición que le devolvió a Tarradellas su Generalitat sin sostenerse sobre legalidad alguna. El único salto en el vacío de la Transición. A partir de las citadas e ineludibles el Estado Autonómico se edificó entre el miedo y la confusión. Manuel Cavero Arévalo, ministro de las Regiones en el segundo Gobierno de Suárez se balanceó con gran éxito periodístico entre el «café para todos» y «la tabla de quesos», o todos autonómicos, aunque fuera Madrid, colgada del oso y el madroño, o autonomías de vía rápida o lenta con diferentes atribuciones iniciales. Andalucía, suponiendo la hacían viajar en segunda clase, se «sublevó» en manifestaciones multitudinarias arguyendo características de nación (¿) y su presidente de la Junta provisional, Rafael Escuredo, se puso una semana en huelga de hambre en un desaforado y excesivo revuelo nacional. El PSOE suponía, razonablemente, que tenía patente de corso en Andalucía y arbolaba por bandera la foto del clan de la tortilla en la que figuraban en un picnic Felipe González, Alfonso Guerra y los hermanos Yáñez, entre otros destacados socialistas sevillanos. El pacto del Betis con los socialistas vascos (Múgica, Redondo, López Albizu,...) había colocado a Felipe en la Secretaría socialista desplazando al histórico Llopis y se daba por seguro que el sevillanismo sería el remo hacia el poder nacional y Andalucía el silo o granero de votos partidarios. Y el PSOE debía hacer alardes de andalucismo ante la entrada en liza de otros partidos como el Partido Socialista Andaluz, de Alejandro Rojas Marcos, hermano del psiquiatra de la municipalidad de Nueva York, con mala relación personal con Felipe y que necesitó pactar con el PP para ser alcalde de Sevilla, su apogeo. Aunque no fuera regionalista el Partido Socialista Popular, de Enrique Tierno Galván, aspiró sin éxito a recaudar por la izquierda votos andaluces hasta su fusión-rendición ante el PSOE. Tanto el PSA como el PSP fueron maliciosamente enfangados con una presunta financiación libia, dado que por entonces el coronel Gadaffi era propietario de una manguera de petrodólares con la que regaba cualquier partido que se moviera por el Mediterráneo.

La derecha nunca tuvo opción a la Junta ante el poderoso cuerpo de marea socialista que consideró el territorio como cosa propia, excepto en elecciones municipales en las que alcanzó la alcaldía de Sevilla. Una pléyade de abogados ocupó el palacio de San Telmo: Plácido Fernández Viagas, Rafael Escuredo, Pepote Rodríguez de la Borbolla, Manuel Chaves, José Antonio Griñan y Susana Díaz. Cuarenta años de inamovible política andaluza, los mismos que la dictadura. Pero tan monótona permanencia no debiera ser criticable; Baviera, el Estado más rico de la UE, es gobernado por los social-cristianos desde 1.947 y nadie les cuestiona. El error del PSOE-A no fue su duración sino su empecinada gestión. Prometieron que harían de Andalucía la California europea, que reúne condiciones para serlo, y lo que hicieron fue instalar la Falla de San Andrés en Despeñaperros, que algún día separará a los californianos del Continente. Confundieron la bonhomía con el progreso, sus políticas se apoyaron en la subvención y el clientelismo, el adensamiento de una tela de araña de empresas públicas, concertadas, pantallas y hasta fantasmas en la que todo primo lejano tenía su asiento laboral. Aires de peronismo y fronda de populismo de la peor socialdemocracia, tantas veces opuesto a la política social del partido, al menos del regido por González. Era común el dicho del cashero vasco que decía «yo no me meto en política; yo voto al PNV». Su equivalente andaluz era el del bracero que sentado a la puerta de su chabola respondía «yo trabajo en el PER», Plan de Empleo Rural que pagaba peonadas por no hacer nada al acabarse la cosecha. Supuesto benéfico pero letal para la estructura económica. La Junta andaluza suma más entidades públicas que Madrid, Valencia y Castilla la Mancha, juntas, y su administración paralela es más poderosa que la oficial. Tan extravagante y expansiva gestión tenía que abocar en el escándalo de los ERE y la malversación oceánica de fondos propios, estatales y europeos como ayuda y formación de afectados por regulaciones de empleo. Empresas inexistentes, trabajadores recién nacidos, sindicatos y bufetes como intermediarios de la nada, mariscadas y veladas con cocaína. «El mayor fraude desde los Reyes Católicos» según un reputado hacendista. Muchos pasarán por el banquillo aunque la Justicia nunca llegará al último reptil de este fondo. Por la cabeza quien tiene peor sumario es el expresidente Griñán (el padrino de Susana) y quien quedará sin cárcel será su homólogo Chaves, uno de los peores ministros de Trabajo de Felipe González. A Susana Díaz, funcionaria del partido desde su adolescencia, la ha tocado el destronamiento y el momentáneo fin de raza o régimen, porque no olvidemos que el PSOE-A obtuvo la primera mayoría minoritaria y que ha sido necesaria la conjunción de tres partidos de derechas para penetrar en el palacio de San Telmo. Pedro Sánchez se libra de una enemiga íntima a la que ya cortó el pelo cuando quiso acceder a la Secretaría socialista. Siempre fracasaron los intentos de nacionalizar Andalucía desde Blas Infante y los andaluces han sido insultados por el separatismo catalán, de lo que se deduce que la política catalana de Sánchez haya influido en el perigeo socialista. Al PSOE-A/PSOE les queda el «¡que viene la derecha!», como si fuera un doberman rabioso, antidemocrático y fascista. Eso dará para poco.