Opinión
La mala suerte
Hay realidades que, aunque invisibles, son evidentemente tangibles. La suerte existe, la buena y la mala, aunque muchas veces insistamos en disfrazarlo de destino, de fortuna, de azar. El destino enterró a Laura Sanz bajo cascotes, escombros y cristales en la habitación de un destino soñado como París, donde una explosión de gas en una panadería cercana a su hotel acabó con su vida. Al conocer su historia, recordé las palabras de Virginia Woolf: «Sí, merezco una primavera, y no le debo nada a nadie».
El viaje a la capital francesa era un regalo sorpresa de su marido, que hizo encaje de bolillos para lograr que su mujer no sospechara lo que había preparado para ella con todo el sigilo del mundo. Era la primera vez que Laura viajaba al extranjero. Era el detalle romántico que la pareja anhelaba desde que se casaron porque el viaje de novios no había sido tal y los niños pequeños complicaban las escapadas. No habían tenido suerte entonces, pero ahora era posible. Laura se lo merecía, claro que se lo merecía. Pero en esa ecuación vital faltaba una variable entrometida: la mala suerte.
Frente al tedioso azar, a un caprichoso destino, solo queda el consuelo de lo quimérico. El marido de Laura solo puede pensar que si la explosión hubiera ocurrido unos segundos antes, ella estaría viva. Mala suerte, y para eso no hay alivio. O quizá, uno pequeño: «Estábamos juntos. Olvidé el resto». Las palabras de Walt Whitman encarnan un consuelo imposible. Él no lo olvidará nunca precisamente por tener la suerte de estar juntos. Es tan inverosímil como creer posible tanta mala suerte.
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