Opinión
Arrupe
Más vale tarde que nunca pensé el 5 de febrero. Ese día en la grandiosa Aula de la Conciliación del Palacio Lateranense se abría el proceso de beatificación y canonización de Pedro Arrupe Gondra el bilbaíno que fue Prepósito General de la Compañía de Jesús.
Han pasado exactamente veintiocho años desde que falleció en la Curia Generalicia de los jesuitas en el romano Borgo Santo Spirito; dejaba atrás diez años de una grave enfermedad que le había privado de la facultad de hablar y moverse y que había soportado con admirable serenidad y paz de espíritu.
Recuerdo que en 1996 su sucesor el padre Kolven-bach se atrevió a sugerir que la causa para incluirle en el catálogo de los santos podía abrirse puesto que habían pasado los cinco años después de su muerte como prescribe la legislación canónica. Pero los tiempos no estaban aún maduros y se han necesitado dos decenios más para que se incoase el proceso. Me permito suponer que el hecho de que el actual papa sea un jesuita ha franqueado algunas puertas.
Una de las mejores definiciones de este insigne hijo de san Ignacio de Loyola la formuló el sacerdote y periodista José Luis Martín Descalzo al calificarle como «víctima de su amor al Concilio y su respeto a la libertad». Arrupe, en efecto, fue de los que se tomaron en serio el Vaticano II, «uno de los pocos –escribió José Luis– o al menos uno de los mejores aplicadores, ejecutores del espíritu y de la letra conciliar». Este fue uno de sus enormes méritos pero no el único como quedará demostrado ahora que se le ha abierto el camino hacia los altares.
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