Opinión

George Pell

Así se llama el australiano que ha escalado los más altos puestos en la jerarquía católica. Nacido en la ciudad minera de Ballarat, hace 77 años, fue ordenado sacerdote en 1966, y después de estudiar en la Gregoriana de Roma y doctorarse en la de Oxford, San Juan Pablo II le nombró en 1987 obispo auxiliar de Melbourne. Pero su carrera eclesiástica no se detuvo ahí y en 1996 fue ascendido como arzobispo de Melbourne y en 2001 sucedió al cardenal Clancy en la sede metropolitana de Sídney siendo nombrado cardenal siempre por el Papa Wojtyla en octubre de 2003.

En 2008 organiza con gran éxito la Jornada Mundial de la Juventud en la espléndida ciudad de Sídney y en 2013 participa en el cónclave que eligió al Papa Francisco. Ese mismo año Bergoglio le nombra uno de los nueve cardenales que le asisten en el gobierno de la Iglesia universal y un año después le pone al frente de la Secretaría para la Economía para sanear las finanzas de la Santa Sede, cargo que ocupa hasta febrero del 2019 al cumplirse el quinquenio de su nombramiento. Para entonces ya han surgido las acusaciones contra él por haber encubierto casos de pederastia clerical y de haber sido él mismo autor de, al menos, dos casos cometidos contra dos monaguillos en la catedral de Melbourne cuando era arzobispo de la ciudad. En diciembre de 2018 el County Court del estado de Victoria (cuya capital es Melbourne) le ha declarado culpable de cinco delitos y le condena al menos a 50 años de prisión. Sus abogados han interpuesto un recurso de apelación que está en curso pero desde hace unos días ha sido recluido en la prisión de la ciudad australiana. Esta es la triste historia de un ex jugador de rugby en el que Francisco puso su confianza de la que, si no se demuestra lo contrario, no era digno.