Opinión

Illuminati

Se nos hiela el corazón, pero en este caso la culpa no la tiene una de las dos Españas, como en el poema de Machado, sino las noticias que manejamos a diario. Una, la de los atentados en dos mezquitas en la ciudad de Christchurch, en la lejana Nueva Zelanda, con un saldo de cuarenta y nueve muertos. Un país diverso y abierto donde penetra también el cáncer del terrorismo para perpetrar crímenes de este calibre en ataques a los que la primera ministra califica de extrema ideología y extrema violencia. Y, como no podía ser de otra manera, todo fue retransmitido en directo por las redes sociales por uno de los asaltantes, que se complacía difundiendo las imágenes de sus disparos a bocajarro sobre sus víctimas, que caían como chinches, agonizantes y ensangrentadas, mientras él se carcajeaba y se regodeaba en la salvaje, cruenta e inhumana hazaña.

No hace tantos años en España nos desayunábamos con triste frecuencia con noticias de atentados contra personas –políticos, militares, policías o simples transeúntes que pasaban por allí–, contra cuarteles, contra edificios de El Corte Inglés o contra terminales aeroportuarias.

Eran los muchachos de la banda asesina ETA, algunos de ellos hoy están lamentablemente en el Congreso de los Diputados. Con gentes de este pelaje pacta Sánchez para ducharse y dormir en Moncloa, para disfrutar del Falcon e ir a conciertos playeros y para veranear de gratis en la Mareta de Lanzarote o en Doñana. Con quienes volverá a pactar para seguir disfrutando de esos privilegios si el 28 de abril saca una mínima mayoría para forjar de nuevo un gobierno Frankenstein. Y a muchos se nos caen los palos del sombrajo de solo pensarlo.

Luego está lo de los «illuminati», una orden de la época de la ilustración, que prohibió la iglesia católica junto con el gobierno de Baviera, lugar donde se gestó la secta, hasta que se reagruparon para ser los responsables y artífices de la Revolución Francesa, según algunos sectores críticos. Después de tantos años esta camarilla parece que sigue activa, aunque sea mínimamente, porque los padres de los niñitos muertos en Godella pertenecían a ella. Además de este hecho la pareja de progenitores se drogaba con setas alucinógenas y vaya usted a saber con qué más cosas. El caso es que los pobres chiquillos fueron asesinados a golpes y puestos bajo tierra con la finalidad, según sus verdugos, de que fueran más felices en su próxima reencarnación. Ante esto uno piensa que gentes así deben ser extirpadas de la vida normal, encerradas ad eternum, pero no es políticamente correcto decirlo.

Iluminados no, pero sí recogidos y hasta desaparecidos andan los de Vox, si bien su presencia en las redes sociales multiplica por cinco la del resto de los partidos. Será que hacer campaña cuesta dinero y largar por las redes es gratis, y cunde más que un mitin. Pero no sabemos nada de candidatos e identificamos solamente las caras de Abascal, Ortega Smith, Rocío Monasterio y Espinosa de los Monteros, este último quizá por ser hijo de su padre. Este secretismo de Vox, esta ausencia sin duda premeditada, no se sabe muy bien a qué responde, pero pronto nos lo aclararán. Dicen que quieren emular a Trump, que tampoco comparecía demasiado en plena campaña, pero eso es aspirar a mucho: el presidente americano, tan criticado y demonizado por los países más arrogantes de la más rancia Europa, sabe mucho más que estos aprendices de políticos de un partido todavía en pañales que, lamentablemente, va a favorecer el que padezcamos a Sánchez y sus aliados durante cuatro larguísimos años. ¿Será que los votantes españoles andan también un poco «illuminati»?