Opinión
A las barricadas
El presidente Quim Torra sonreía como un gato burlón sobre el mandato de la Junta Electoral Central para que retire la hez amarilla de los edificios públicos. Las sedes del Partido Popular y Ciudadanosen Barcelona amanecieron devastadas. Con las lunas rotas y las pintadas amenazantes dignas de los mejores tiempos de la revolución de las sonrisas. Quienes todavía duden de las supuraciones criminales de lo ocurrido en Cataluña, del ataque violento contra la convivencia haría bien en rebobinar el testimonio del agente de la Guardia Civil que ayer testificó ante el Tribunal Supremo. Cuando relató el registro de la Consejería de Exteriores. Poca cosa comparado con el de Economía, donde llegaron a congregarse más de treinta mil forofos. Aquí no llegaban al medio millar. Pero en cuanto enfilaron el coche con la documentación y la secretaria judicial «empezaron a llover botellas de agua, insultos, amenazas de muerte. Se la pudo introducir dentro. Los manifestantes empezaron a zarandear el vehículo, la secretaria empezó a llorar». La clase de comportamientos que arrecian silencios entre los intelectuales que, como explica Rafa Latorre, insisten en glosar el laberinto español apoyados en sus adolescentes lecturas de Hemingway. Tan atentos a censurar el despotismo ajeno como canallas cuando deben encararan las corrupciones propias. El Guardia Civil no daba crédito. En el asiento de atrás «la letrada estaba con las manos en la cara, horrorizada. Estaban golpeando y zarandeando el vehículo». La escena descrita, que sigue durante varios minutos y crece en agresividad y colorido, nos enfrenta al disparate de la rara exquisitez de unas leyes acatadas o no a golpe de capricho y en función del termómetro de la convivencia que dictan los sediciosos. Desde el momento en que unos amotinados pugnan con los agentes la violencia, implícita pero evidente, necesita muy poco para estallar, crecer y hacerse obviamente explícita. El remate fue apoteósico. Poco antes de abandonar el edificio la entonces presidente del parlamento regional, la señora Forcadell, habría pasado en un coche y alentado a la protesta con un gesto del brazo. Protestaron las defensas, claro, atónicas porque era la primera vez que el agente describía la escena. Cabe subrayar que días antes la secretaria judicial en el registro de Economía, Monserrat del Soto, afirmó que había creído escuchar a Carme Forcadell. No la vio. Oyó una voz femenina. Hay quien dice que la de Raquel Sanz, diputada de Esquerra. Según La Vanguardia la propia Sanz habría reconocido en redes sociales que hizo de speaker. «Carme Forcadell» no habló y punto, dijo. Para a continuación rematar que «Ferran Civit, que entonces era diputado de Junts pel Sí y ahora de Esquerra Republicana, me pidió que subiera al escenario para «controlar» la concentración que había sido espontánea. Así podíamos ponerle punto y final y desconvocarla». Agredían a los policías y entorpecían los registros ordenados por los jueces, bloqueaban el trabajo de los funcionarios del Estado y con la misma mano que firmaron presupuestos y leyes en alfombra mágica rumbo a la república danesa empuñaban el megáfono y llamaban a las barricadas. Luego van y preguntan que cómo alguien puede hablar de rebelión. Mon Dieu.
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