Opinión

Nunca me habían escupido

Excepto para las defensas. Hablaban más agentes de la Guardia Civil. Encargados de requisar papeletas y urnas. Recibidos por la masa con la lisonjas que todos recordamos en el País Vasco. Hijos de puta. Fuera. Etc. Sin contar las amenazas. Las botellas aladas. Los escupitajos. Las patadas. Los empujones. La deliciosa resistencia civil que consiste en juntar los bracitos, no pasarán, y reclutar viejos y nenes para la foto y tontear con la oportunidad de que al fin salte la chispa, el rayo, la bomba. Mientras los Mossos, inevitable y tierno binomio, forcejeaba con los antidisturbios en la rampa del Instituto Quercus. Las imágenes podrán gozarse más adelante. Igual que tantas. Aquellas de unos policías autonómicos cómodamente plantados, pacíficos espectadores, privilegiados testigos, mientras la Unidad Especial de Intervención se juega el cuero y un agente, durante apenas cinco segundos, saca su espray y rocía el pañuelo intifada de unos amotinados. Unos Mossos que requisan (¿trasladan?) urnas al tiempo que el pueblo aplaude. La vigorosa estampa de la gente que canta un himno y los Mossos, que también tienen su corazoncito y querían intervenir pero la paz social, ya sabe usted, la paz sociaaaal, amiiiiigo, parpadean lastimeros. Con ojos esmerilados de cariño por sí mismos. Ojos de perderse mucho por los orfeones y los rostros del patriota que canta sus negligencias. Ojos de contemplar ciegos, insensibles, indignos, a sus compañeros verdeoliva. Y perdidos en las palabras de esos guardias civiles, los agentes 21, 22, 23, los abogados cabeceaban con el relato hecho trizas. Enfrentados a la creciente urgencia de protestarlo todo con vistas a Estrasburgo. Si total. Si el quilombo fue a la vista y esa era la gracia. Vocearlo y grabarlo madurado de gentes por los suelos, polizontes como recién salidos de una caricatura valleinclanesca, verjas por los aires, ancianas agitadísimas, ambulancias a la carrera y, con suerte y trabajo, un lodazal de sangre portátil para mejor teñir las corbatas de los presentadores de telediario British, ornamentar las páginas de los tabloides alemanes y alegrar la tarde a los bots zaristas.

Un guardia civil explica que a «mi hijo lo sacaron a hacer unas protestas con pancartas por la indignación del 1 de octubre». «El instituto está para enseñar y dar clases», señala. Error. En Cataluña, como en cualquier otra circunscripción putrefactada por el nacionalismo, pongamos la España de hace 70 años, la escuela sirve para adoctrinar en heces colectivistas y hermosear mitos patrióticos. «Mi hijo yo sé que está orgulloso de la profesión de su padre, quiere seguir la profesión de su padre y no puedo consentir que hagan salir a mi hijo a protestar por lo que sufrió su padre el 1 de octubre». Bien dicho. Ningún español, ninguno que defienda la democracia, comprometido con la igualdad, puede escuchar si un aguijonazo de dolor la historia de unos funcionarios abandonados, maltratados, traicionados. Unos policías y guardias civiles cuyos niños sirvieron como comparsas de una comedia patriótica escrita por los enemigos de la libertad. «Yo no sé si me insultaron porque fui a cumplir una orden judicial o porque era guardia civil. Lo que sí se me ha quedado de todo es cómo me miraban, no sé si por desprecio o por odio, pero a mí nunca por hacer mi trabajo me habían escupido».

También había un tipo, ¿Gómez?, que según otro agente dedicaba los medios de la Generalidad para gestionar el pseudoreferéndum. Te quedas de piedra al comparar el sufrimiento de esta gente con el cinismo de las élites y el odio, recalentado, de los que votan xenófobo y empujan por la reedición del golpe.