Opinión

Morir sin nadie

Decía el artista alemán Wolf Vostell que son las cosas que no conocemos las que cambiarán nuestra vida. De las personas que no conocemos no dijo nada, pero sucede algo parecido. La semana pasada se encontró el cadáver de una mujer de 45 años que llevaba cuatro meses muerta en su piso de Vigo. Nadie se había dado cuenta. A nadie extrañó su ausencia. Los vecinos del edificio detectaron un olor extraño en el descansillo, donde empezaron a proliferar insectos y bichos que poco tenían que ver con una edificio de viviendas. Cuando la policía se presentó en la casa encontraron el cuerpo sin vida de la mujer.

Nadie sabía cómo se llamaba, de dónde era, si tenía familia, si trabajaba, si tenía amigos, si era simpática, agradable, abogada o cajera. Nada. Como si no existiera, como si no fuera, como si no hubiera existido. Morir sin que nadie te eche de menos es triste y complicado de entender. Vivir sin que nadie sepa de ti, sin que tu presencia llame la atención, es igual de penoso. No es la soledad elegida voluntariamente, ese oasis paradisiaco que en mitad del ruido mundano resulta reconfortante. Es la invisibilidad, el no existir para el mundo, la desidia del otro y hacia el otro. Extraña que alguien con 45 años desaparezca sin que nadie le extrañe.

Después de encontrar su cadáver, muchos han sabido cómo se llamaba. Tarde, pero ahora conocen su nombre, aunque en vida esa identidad no pareció interesar a nadie o quizá fue ella la que se negó a interesarse por nadie. Da qué pensar. Un poco lo del tango de Gardel, «sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando». Pero peor.