Opinión
Ay, los elefantes
Tengo tres opciones. O escribo de la Seguridad Social en manos de Podemos, o de Meritxell Batet en los brazos de Jordi Sánchez, o de los elefantes de Botswana, que según parece, ahora se escribe Botsuana, en beneficio del progreso de la humanidad. Me quedo con los elefantes.
Estimo en gran medida a los elefantes de África, el «Loxodonta Africana», «Tembo» en swahili, siempre que no pululen por las cercanías de mi jardín. Un elefante y un jardín son elementos contradictorios y enfrentados. Si hay jardín o plantación no hay elefantes, y si hay elefantes no hay jardines ni plantaciones. El elefante africano, porque el asiático es más cutre, es una especie prodigiosa que compite en tierra con la ballena en la mar, ésa sí amenazada.
En Botswana – séame permitido que abuse del topónimo fascista–, viven 135.000 elefantes. Se prohibió su caza cuando fue elegido presidente un tal Ian Kama, protector de los elefantes con preferencia de los botswaneses. En una nación como Botswana, 135.000 elefantes ocupan bastante territorio. Y al cabo de los años, el actual Gobierno ha tomado una medida escandalosa. Permitir de nuevo la caza del elefante. De lo contrario, el próximo presidente de Botswana será un elefante, porque no quedarán ni bosques, ni plantaciones, ni agricultores, ni botswaneses. En una nación de la extensión de Botswana, 135.000 elefantes equivalen a un millón de podemitas en los hospitales destrozando las máquinas donadas por Amancio Ortega.
Lo siento por Dumbo y por el cursi de Walt Disney, que fue un genial y multimillonario precursor de la cursilería animalista. Pero es justo concluir que Botswana vivía gracias al equilibrio de la naturaleza y a las ingentes sumas que se ingresaban desde sus parques naturales con la caza del elefante. Además de la contención en los destrozos agrícolas, Botswana percibía centenares de millones de dólares procedentes de la actividad cinegética. Y se mantenía el equilibrio, mantenimiento del que no son capaces de entender los nazi-animalistas estalinistas. Prueben a depositar un elefante en las inmediaciones de «Villa Gente», en La Navata, el chalé de los Iglesias, y cuando sus magnolios se queden sin hojas, sus arbustos sin vida y sus rododendros sin flores, defenderán sin límites la caza de ése único elefante «en beneficio y defensa de la gente de Galapagar». Pues figuren que detrás de ese único elefante, vienen 135.000. Se comerían hasta el gran sauce mejicano del Retiro, allí plantado desde el siglo XVII.
El elefante africano, por mucho que nos mientan los que prefieren cuidar a sus mascotas que a sus padres, no está en peligro de extinción. Todos los años, a espaldas de la hipocresía, los guardas de los grandes parques africanos, desde el Krüger de Sudáfrica al Serengueti, se ven obligados a abatir a centenares de elefantes para estabilizar el equilibrio de la naturaleza que rompe la prohibición cinegética. Decenas de miles de familias africanas han vivido siempre de la caza, que está regulada, medida, y generosamente cobrada en beneficio de los nativos.
Es precioso Dumbo. El elefantito de las orejas desmesuradas. El elefantito volador. El elefantito con la madre humillada en el último vagón del circo. Y es adorable el Elefantín Valentín, el elefantón don Ramón y la elefantita doña Conchita. Pero no responden a la realidad. El maravilloso elefante africano, el de la sabana, está terminando con los bosques del África negra. El buenismo ha triunfado, pero al final, el triunfo se ha revertido en derrota.
Si sólo en Botswana viven 135.000 elefantes, ¿cuántos son necesarios para que, trompas arriba, crucen el Estrecho? Defiendo la caza limpia, no la muerte. Hoy por hoy, la muerte la padecen los agricultores de Botswana por culpa de los elefantes, que en nada se parecen a Dumbo.
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