Opinión

MP..

En la calle de San Roque 7 un destartalado caserón albergaba la sede del vespertino «Informaciones» que dirigía Jesús de la Serna. El periódico era de la Banca –Central, Banesto, Santander, March...–, y como los banqueros ponen huevos en todas las cestas, para equilibrar el liberalismo del Director le encomendó el contrapeso a un joven subdirector que venía del Colegio del Pilar y de una familia falangista, Juan Luis Cebrián. En los áticos del periódico, se ubicaba el Servicio de Documentación, dirigido por Guillermo Medina, que terminó de diputado por UCD cuando abandonó el periodismo. Aquel Servicio de Información tenía flora y fauna con mucho futuro por delante. Mi mesa, que ocupaba por las noches Manuel Alcalá, se situaba frente a la de José Luis Martín Prieto, en aquellos tiempos arisco, callado, y bastante antipático. Junto a su lugar, el de Víctor de la Serna Arenillas, con su «Financial Times». A mi izquierda, Joaquín –Jimmy–, Giménez-Arnau y José Luis Rodríguez Alfaro, y entre todos María Antonia Iglesias, que ya era una contradicción metida en un cuerpo pequeño y con un carácter poco soportable. En la Redacción, jóvenes nombres ya ilustres del periodismo, como Abel Hernández, a la espera de ser, durante la Transición, el periodista mejor informado de España.

Poco a poco fui conociendo mejor a Martín Prieto, pero mentiría si dijera que éramos amigos inseparables. Éramos conocidos y compañeros separados por el origen social, que a él le afectaba más de lo que hubiese querido. Al cabo de los años nos hicimos grandes amigos. Trabajamos juntos con Luis Del Olmo, y en Villablino compartimos una de sus Tertulias en una mina de la Minero de Ponferrada a 400 metros de profundidad. Ya era pasado su «secuestro» de la ETA. En Antena-3, al terminar el «Primer Café» con Pepe Oneto y Antonio San José, tuvimos noticias de la desaparición de MP, presumiblemente secuestrado por una rubia etarra. Acudimos a su casa, y superamos la barrera de reporteros allí reunidos. Cristina, su mujer, la oncóloga argentina con parientes sicilianos, el gran amor de MP, nos recibió firme y serena. Ahí estaban Jaime Campmany, Martín Ferrand, jueces, policías, y compañeros de José Luis. Ignoraba que MP no tenía hermanos, y había un personaje en el pasillo con notable parecido al posible secuestrado. Y cada vez que me cruzaba con él, le infundía ánimos y serenidad, hasta que comprendió la situación: -Don Alfonso, no soy pariente de Martín Prieto, sino inspector de Policía-. También llegó José María García, que era como la «Dama, Dama» de Cecilia, que quería ser la novia en la boda, el niño en el bautizo y el muerto en el entierro. Y nos informaron que todo había sido un malentendido, que MP se encontraba bien y a salvo y que se había quedado dormido en un hotel. Ese secuestro, compartido por el absurdo y el surrealismo, sólo podía ser consecuencia de la personalidad genial de Martín Prieto.

En 2010, convencí a MP para que se viniera a La Razón, y una noche en el Club 31, con Francisco Marhuenda en la mesa, se cerró el acuerdo. O se abrió, mejor escrito. Y las páginas de La Razón se enriquecieron con las columnas y la firma de uno de los mejores escritores del periodismo español, siempre diferente, excepcionalmente documentado en los asuntos americanos, mordaz, misericordioso, santo, cruel y distinto. En los años que MP ha colaborado puntualmente en La Razón apenas nos hemos visto. Asistió en una sola ocasión al almuerzo de colaboradores que nos ofrecía Mauricio Casals para regañar a Álvarez-Gundín , pero no repitió asistencia. Se recluyó en El Escorial con su oncóloga del alma, y sólo sabíamos que aún estaba sobre la piel de este mundo conflictivo porque llegaban sus textos al periódico para que tuviéramos el regalo y la delicia de leerlos.

Sin él y sin su inteligencia, «El País» de Juan Luis Cebrián –el joven falangista de «Informaciones»–, no habría levantado el vuelo. Fue maltratado. Y saltó al «Mundo», donde tuvo una época gloriosa y la última, entristecida por la incomprensión. Creo que en La Razón, su última casa, ha sido feliz y se ha considerado respetado, admirado y querido.

Boina y corpachón barojianos. Extraordinario escritor, con la palabra y el sitio siempre en su lugar. Publicó su última columna pocos días atrás. Ha donado su cuerpo a la Ciencia. Una lástima que la inteligencia del fallecido no se pueda investigar. En tal caso, los científicos quedarían asombrados con sus hallazgos. Se me ha olvidado decir que este arisco y gran periodista, era también un hombre fundamentalmente bueno.