Opinión
Mundo pequeño
El Pequeño Mundo de Giovanni Guareschi era inabarcable por su talento literario. Por él, a orillas del Po, se movían el alcalde comunista Peppone y el cura Don Camilo, personajes inmensos. Guareschi era un genio rechazado por los pedantes, los concededores de bulas literarias y los compradores, que no lectores, de Joyce y Hesse. Pero su Pequeño Mundo, rebosado de historias locales en los tiempos inmediatos al fin de la Segunda Guerra Mundial, se tradujo a todos los idiomas y se vendieron decenas de millones de ejemplares. En el Pequeño Mundo de Guareschi puede encajar esta sencilla y ejemplar historia del chiringuito de una playa de Santander.
No lo conozco porque no soy de playas. Las paseo en invierno, bien abrigado y con botas de goma. Soy alérgico a la arena, al cabrito, al cordero y a la casquería. Me salen granos, como si tuviera quince años. Pero este año, cuando vuelva a subir a mi norte de la Montaña, iré a visitar el chiringuito y a felicitar a don Ricardo Tricio, su propietario, al que valoro por su actitud como al Juez Manuel Marchena y los cuatro fiscales que han defendido el Estado de Derecho y la unidad de España durante el juicio a los golpistas.
Se trata del primer chiringuito de la maravillosa playa del Puntal, en Santander-Somo. Como en muchos establecimientos, ondea orgullosa la Bandera de España. En Cantabria no se juega con los símbolos de todos los españoles. Para el 23 de junio estaba programada la celebración de una boda. El novio, un catalán de la media o alta burguesía, que tanto daño ha hecho y se ha hecho por su complicidad, silencio, interés y cobardía desde los años del ladrón de Pujol hasta nuestros días. La pareja había enviado un talón de 5.000 euros como señal de buena voluntad.
Hace pocos días, llamó el novio. Se puso la hija de don Ricardo Tricio. El novio le pidió que durante la celebración de su boda, arriaran del mástil la Bandera de España porque entre los invitados abundaban independentistas catalanes que podrían sentirse ofendidos. La hija de Ricardo Tricio le respondió que «tararí que te ví», que la Bandera estaría, como siempre, en lo alto del mástil. El dueño, que merodeaba por ahí, tomó el teléfono de manos de su hija y aplicó su oreja al audífono. – Dígame qué pasa–; –pues pasa que entre los invitados figuran algunos amigos independentistas y no queremos que se molesten con la presencia de la Bandera de España–; –oiga bien, paleto. La Bandera de España ondeará siempre en mi establecimiento. Dígame el número de su cuenta corriente en Barcelona, que ahora mismo le devuelvo los 5.000 euros de la señal. Y al tiempo que le devuelvo los 5.000 euros, permítame que la mande a usted y a sus invitados independentistas a tomar por retambufa–. No dijo retambufa, sino otra voz más habitual.
Este pobre barcelonés acuclillado ignora la veneración que siente Santander por la Bandera. El Día del Carmen, 16 de julio, Santander se viste de punta a punta, en todas las terrazas y balconadas, con la Bandera de España. Así homenajea a la Gran Señora de los Mares, la Virgen del Carmen. Por la bocana del muelle del Barrio Pesquero, navega hacia el interior de la Bahía un arrastrero llevando a la Virgen a bordo hacia el malecón de la Comandancia de Marina. Allí se le canta la Salve Marinera, «Madre del Divino Amor». Y se mire donde se mire, Santander, como todas las localidades costeras de Cantabria, es una continua e interminable Bandera de España. La de don Ricardo Tricio, la mía, la del catalán con colitis y la de los independentistas memos.
Se trata de una pequeña historia que se hace grande por su significado. Lo que tienen que hacer los indepndentistas es no acudir a la boda. Bueno, a día de hoy, la boda carece de lugar para la celebración posterior a la ceremonia religiosa o civil. Los invitados partidarios del Golpe de Estado tendrán que bailar la sardana en otro sitio, porque don Ricardo Tricio no arría la Bandera y les ha mandado a tomar vientos.
El Pequeño Mundo se ha hecho muy grande para los tibios.
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